Juan de la Cabada, viejo escritor comunista que dedicó su vida a luchar por una comunidad más justa, venía a Querétaro en los años setenta del siglo XX y nos contaba sus andanzas con Agustín Lara en las noches de ronda en que se gestó la letra de “Farolito”. Aquellos muchachos que llevaban la música hilvanada en el alma recorrían de madrugada los callejones de la capital ojerosa y pintada. Sus muros escucharon los primeros acordes de esa canción y los ecos se quedaron resonando en los balcones. Cuando contaba sus correrías juveniles, De la Cabada cobraba nuevos bríos, iluminado su rostro por el recuerdo del Flaco de Oro, cuya vida refleja una época completa, con poesía, ilusiones, nostalgia y amor a raudales.

México entero se conmovió con la muerte del poeta compositor el 6 de noviembre de 1970. El periodista Jaime Almeida, miembro del equipo de Jacobo Zabludovsky, encontró su acta de nacimiento en el Registro Civil del Distrito Federal, que echó por tierra la leyenda difundida por el mismo Lara sobre su nacimiento en Tlacotalpan, Veracruz:

“Lara nació en el callejón Puente del Cuervo número 16, que ahora corresponde a la segunda calle de República de Colombia, en el Centro Histórico, a unas calles del mercado Abelardo Rodríguez. De hecho aún está la casa”. Los pobladores de Tlatauquitepec, Puebla, se sumaron a la discusión alegando que ese había sido su lugar de nacimiento, y la verdad de esta madeja sigue sin salir a la luz.

Hijo único, abandonado por el padre, a los doce años tocaba el piano en clubes nocturnos, diciendo a su madre que trabajaba en el turno nocturno de Telégrafos. El humo de aquellos antros lo atrapó entre sus muros.

No siempre fue así. En 1917, el adolescente se enroló en las filas del movimiento revolucionario, a las órdenes del general Samuel Fernández. Fue herido en ambas piernas y tuvo que ser dado de baja. De no ser por ese incidente, la historia de la música mexicana tendría otro derrotero.

Lara tenía un magnetismo especial, quería amar y ser amado por mujeres hermosas con las que tuvo relaciones tempestuosas. Más allá de la corista que le estrelló una botella rota en el rostro y de la misma María Bonita, el compositor se encontraba en su elemento componiendo música para películas o dirigiendo La hora azul, de XEW, con la participación de Pedro Vargas, Toña la Negra y otras voces privilegiadas.

Años después, Elvis Presley, Frank Sinatra, Doris Day, Sarita Montiel y Nat King Cole sucumbieron a su hechizo y cantaron sus canciones, como lo hicieron intérpretes del mundo hispano.

El franciscano Fray José de Guadalupe, antes de vestir los hábitos, fue conocido como José Mojica, actor y cantante de fama internacional, recomendado por Enrique Caruso ante la Compañía de Ópera de Chicago. En 1930, en el pináculo de la fama, adquirió la Antigua Villa Santa Mónica, en San Miguel de Allende, para su madre.

Al morir la señora en 1940, Mojica cayó en una depresión terrible de la cual salió para anunciar al mundo del espectáculo que se dedicaría a la vida monástica. Su autobiografía Yo, pecador, publicada por Jus, incluye el relato del momento en que Agustín Lara le dedica la canción “Solamente una vez”, como un homenaje al gran amor de su amigo, el amor a Jesús: “Una vez nada más en mi huerto brilló la esperanza, la esperanza que alumbra el camino de mi soledad”.

El 21 de enero de 1942, en el cálido verano austral, se estrenó la película argentina Melodías de América, con la actuación de Mojica, quien interpreta la canción de Lara. Ese mismo año ingresó al seminario franciscano de Cuzco, Perú. Permaneció en la Orden hasta su muerte.

Lara ha encendido la llama de la inspiración en muchos artistas. En la novela La emperatriz de Lavapiés, mi querido amigo Jorge F. Hernández describe de muchas maneras la influencia del compositor: “Pedro Torres Hinojosa había dispuesto volar a Madrid como si fuera una canción de Agustín Lara. Un viaje como eutanasia, la muerte chiquita de cantarle a Granada sin conocerla. Pero él sí conocía Madrid; un amasijo de recuerdos que de tan viejos se le habían vuelto película sin colores.

Que a los setenta años un hombre decida volar a Madrid y asumir un retorno largo tiempo postergado no es más que una anónima hazaña del más íntimo heroísmo”.

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