El martes pasado, se armó una tremenda balacera en Cancún, precedida por una operación de rescate de un secuestrado y acompañada con una persecución de película, incluyendo el choque de un vehículo oficial, cinco elementos heridos de la Guardia Nacional, un muerto y 15 detenidos.

Esto sucedió en el principal destino turístico del país, no en algún municipio remoto de regiones serranas. Hace algunos años, el incidente hubiera sido nota de primera plana en la llamada prensa nacional. En esta ocasión, apenas alcanzó espacio en la sección de estados.

Algo similar sucedió hace una semana, con una balacera en la colonia Daniel Garza, a unos pasos de la alcaldía de Miguel Hidalgo en la Ciudad de México. Según notas periodísticas, unos presuntos delincuentes intentaron entrar por la fuerza a una casa. El dueño los recibió a tiros, los ladrones respondieron, una persona murió y tres más acabaron en un hospital. El asunto no pasó de la nota policiaca.

Ayer mismo, en Fresnillo, la prensa local reportó un enfrentamiento en las inmediaciones de ese municipio zacatecano entre una unidad de la Guardia Nacional y unos presuntos delincuentes. La balacera fue suficientemente nutrida para que acudieran en apoyo elementos del Ejército, de la policía estatal y de corporaciones municipales. El saldo: al menos cinco muertos. La cobertura en medios nacionales: casi inexistente.

Hace dos días, según el informe generado por la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, fueron asesinadas siete personas en la Ciudad de México y cinco más en la zona conurbada del Estado de México. En misma fecha, mataron a diez personas en Jalisco. Prácticamente nadie se enteró.

Todo esto me lleva a una conclusión: la violencia dejó de ser noticia. Incluso eventos que hace una década hubieran sido considerados de alto impacto hoy pasan desapercibidos. La muerte violenta de cien personas al día es algo que se ha vuelto parte de nuestra normalidad y ya genera muy poca atención mediática o discusión pública.

Esto es comprensible en cierto modo. La pandemia impone agenda. En medio de la peor catástrofe sanitaria en un siglo, la historia de nuestra persistente violencia empequeñece. Y a esto hay que añadir las restricciones que impone la pandemia a la cobertura de los medios. En semáforo rojo o naranja, no está fácil reportear una balacera en Fresnillo.

Pero, además, hay un factor estructural: ya son tantos muertos en tantos lugares desde hace tantos años que se ha vuelto difícil que algún incidente destaque. Nuestra piel colectiva se ha endurecido y nuestra sensibilidad se ha atrofiado. Los asesinados ya son paisaje y no anomalía.

Esto tiene consecuencias. Una es obvia: la violencia, aún en sus manifestaciones extremas, no genera costo político. Nadie pierde una elección por tener balaceras en las calles y muertos en las banquetas. Muy pocos salen a movilizarse para exigir una respuesta a la sangría.

Y por eso, la reacción de la autoridad no llega y, cuando llega, no tiene sentido de urgencia desde la perspectiva de un político, ¿para qué gastar tiempo, presupuesto e influencia para atender un problema que rara vez sale de las páginas interiores de medios locales?

Lo que no se ve, no se vota. Lo que no se vota, nunca se arregla.

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