Tres niños se abrazan en el piso de un cuarto sin muebles y sin ventanas. El mayor tiene siete años y sus hermanas cinco y tres. Están asustados esperando a que vuelvan sus papás. Su tía abuela les dijo habían salido a buscar a su abuelita y que pronto regresarían. Los niños habían llegado 4 días antes. Platicando con ellos, la tía se entera de algunas de las cosas horribles que les había tocado vivir. Los niños han sido testigos de ver al papá golpeando a su mamá hasta tirarla en el suelo. El padre también les pega pero la que más fuerte y más veces les da es su mamá. A la tía le duele que tuvieran que pasar por todo eso, pero más le duele lo que les espera “por un error de unos padres infames que les tocó”. Los niños son los hijos de Giovana, la villana del momento, acusada de haber privado de la libertad y de la vida a la pequeña Fátima de siete años.

Una entrevista conducida por Carmen Aristegui a la tía de Mario, pareja de Giovana, así como otras declaraciones de la madre de ésta, nos revela aspectos de la vida de quien se convertiría en la persona más buscada de México. En ellas se dibuja el contexto de violencia extrema que vivió Giovana al lado de Mario. Golpeada constantemente y en permanente riesgo de convertirse ella misma en víctima de feminicidio, pues Mario intentó quemarla viva frente a sus hijos en múltiples ocasiones. Tiempo atrás, Giovana habría buscado, inútilmente, la protección de las autoridades de la Ciudad de México para protegerse en su propia casa. Pero el Estado, desde entonces, le falló a Giovana, de la misma forma torpe en la que le falló durante años a Fátima y a su madre.

La conexión entre violencia familiar y feminicidio se traza desde varios cabos del microcosmos del crimen en contra de Fátima, una conexión dolorosamente presente también en el caso de Ingrid y de Abril; se manifiesta de nueva cuenta en el asesinato de la mujer cuyo nombre no conocemos, porque su caso no arañó el periódico de la semana pasada, pero quien fue apuñalada por su pareja frente a su hija hasta matarla.

La investigadora Vianney Fernández, del World Justice Project, sugiere que la mejor forma de prevenir el feminicidio es con una atención frontal de los delitos de violencia familiar, delito que en muchas entidades sigue considerándose un delito de “bajo impacto”.

Fernández afirma que existen patrones diferenciados entre las muertes violentas de hombres y mujeres. Los feminicidios, sigue, no son actos espontáneos, sino la consecuencia de conductas sistemáticas presentes en las relaciones interpersonales y avaladas socialmente. La estadística compilada por ella muestra, por ejemplo, cómo las mujeres asesinadas tienen una probabilidad tres veces mayor que los hombres de ser heridas de muerte en su propia casa, implicando que se eleva también la probabilidad de que el perpetrador sea alguien conocido. Esta primera cifra viene de las actas de defunción de la Secretaría de Salud, información que es sistematizada y publicada por el Inegi anualmente en la estadística más confiable que tenemos de homicidios en hombres y mujeres en el país.

Para el caso de la Ciudad de México, en particular, la investigadora muestra que violencia familiar es el delito más denunciado y que amerita el mayor número de aperturas de carpetas de investigación en la Ciudad de México. De forma complementaria, a través de la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares 2011 y 2016 del Inegi, podemos estimar que 30% de mujeres en la Ciudad sufren un episodio de violencia familiar al año y que, además, estos delitos son perpetrados, en un 80%, por la pareja actual o una antigua pareja de la víctima. Estas estadísticas, cruzan transversalmente, niveles socioeconómicos.

El análisis de Vianney Fernández nos convoca a explorar el combate al feminicidio a través del delito que generalmente le precede. Es un asunto público. Tal y como lo comprobamos en el caso de Fátima, existe un resultado letal cuando tenemos instituciones negligentes frente a la violencia vivida en casa.

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