“No cambias el color de tus ojos porque no tienes fuerza de voluntad”. Si tú quisieras, podrías aumentar de estatura”. “Es cuestión de concentrarse, en seguida decretar que eres más alto”. “Conozco a una mujer que cambió el tono de su piel con unas terapias”.

Tan absurdos como estos enunciados, son los señalamientos a personas con alguna condición que les hace vivir, sentir y aprender de una forma distinta a la mayoría. Ellos son neurodivergentes: tienen autismo, trastorno de déficit de atención e hiperactividad, o los retos relativos al aprendizaje: dislexia, disgrafia, discalculia, disortografía.

Si un adolescente nace con un cerebro que aprende de manera distinta a su generación, lo que podemos hacer es acompañarlo en su aventura diaria. Compararlo con otros, señalarle su diferencia como si fuera un error cometido de forma voluntaria, es un acto de crueldad. Millones de padres hacen de sus hogares calderos de emociones dañinas: rencores, gritos e insultos llenan el aire. Quien no satisface sus expectativas es la vergüenza de la familia.

La neurodiversidad acompaña a un ser humano desde que nace hasta que muere, y es altamente hereditaria.

En la década de 1990, la socióloga australiana Judy Singer acuñó el término neurodiversidad y expuso sus estudios en el ámbito científico. Ella desea que se le defina como autista. Los expertos en el cerebro que difundieron este concepto pronto se vieron combatiendo en una guerra mediática: se unieron para rechazar el estigma que rodea a personas que tienen frente a sí un enorme reto: convivir con otros aunque al hacerlo sufran ansiedad, quieran estar solos, enfrenten miedos o ataques de pánico.

Niños que hacen su mejor esfuerzo en la escuela y llegan a casa con calificaciones mediocres, muchas veces se ven sometidos a burlas, golpes y castigos por parte de quienes deberían amarlos de manera incondicional: sus padres.

He confesado, en esta misma columna, que vivo con discalculia y que a lo largo de mi educación, de la primaria a la universidad, dediqué cientos, miles de horas, a estudiar matemáticas. Lo que para mis compañeros era un río cristalino que fluía en su mente, un paisaje diáfano de números, para mí era una tortura porque no lograba resolver ecuaciones o despejar variables. Claro que me habría gustado obtener buenas calificaciones: de ellas dependía mi beca. Yo quería ser una alumna sobresaliente. Los obstáculos estaban dentro de mí. Son las estructuras de mi cerebro y los esquemas de pensamiento con que nací y me he desarrollado.

Todos vivimos con discapacidad. La agudeza visual se termina pronto y debemos usar lentes. Al llegar cierta edad, es necesario apoyarse en un bastón o en otra persona. No alcanzamos a comprender todas las posibilidades que ofrece un aparato electrónico. La tecnología nos parece como el universo: no sabemos los nombres de todas las galaxias ni leemos los mapas en el cielo. En parte, porque los ojos han perdido visión.

Se afirma que Miguel Ángel, el gran creador del Renacimiento, tenía trastorno compulsivo obsesivo. No lo dudo. Crear obras maestras requiere una dedicación tal, que solo pueden lograr las personas neurodiversas.

Albert Einstein, Isaac Newton, Mozart, Beethoven, Van Gogh... nacieron con este sello. Gracias a su trabajo, el mundo es fascinante.

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