Hay que decirlo sin ambigüedades: en este país nacer mujer representa una probabilidad muy alta de ser víctima de la violencia, de la discriminación, de los trabajos mal pagados, de la presión para posponer una carrera profesional por dedicarse al cuidado de la familia. En casos extremos, la discriminación estructural que viven las mujeres de manera cotidiana, llega a provocarles la muerte. Por eso es que tanto la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia como diversos Códigos Penales locales consignan como un delito la violencia feminicida, que es la que se ejerce por una persona por el simple y exclusivo hecho de ser mujer. Es decir, que así como la discriminación hace desaparecer a la persona detrás de estigmas y prejuicios discriminatorios, y se excluye no a las personas por lo que son como individuos –lo cual, por supuesto, también sería erróneo–, sino por lo que nos han enseñado a pensar de ellas en relación con su adscripción grupal, de la misma manera se asesina a las mujeres por el sólo hecho de ser mujeres. Esto, favorecido por una cultura política que nos ha enseñado que las mujeres no son personas con derechos, sino cuerpos que están allí, disponibles para ser apropiados por los varones, y que si ellas oponen resistencia, entonces el castigo es la violencia exacerbada o la muerte.

Por razones relacionadas con la complacencia política, nos hemos acostumbrado que el feminicidio es algo que ocurre lejos de nosotros, del centro de la vida política, en regiones –como la frontera– donde no existe la ley ni el orden social. No obstante, las estadísticas desmienten esta falsa imagen de nosotros: el feminicidio ocurre en todo el país, no importa si se trata de mujeres del norte o del sur, de una clase social o de otra, o de una profesión específica. Claro que es cierto que la violencia feminicida se cierne con mayor ímpetu sobre las mujeres con menores recursos y niveles de empoderamiento, pero lo cierto es que ésta es tan aleatoria e irracional que podría depositarse sobre cualquiera de ellas. Sobre nuestras madres y hermanas, sobre nuestras maestras o alumnas, sobre nuestras compañeras de trabajo o las niñas que asisten al colegio con nuestros hijos e hijas. La realidad es que el feminicidio es una práctica que domina en México, y así lo han hecho saber los organismos internacionales al evidenciar que para nosotros proteger los derechos y la integridad de las mujeres sigue siendo una asignatura pendiente. En este sentido, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha reclamado al Estado mexicano la prevalencia del feminicidio en casos como el del Campo Algodonero y el de la violencia –perpetrada por militares– que queda impune, como la que experimentaron Valentina Rosendo e Inés Fernández.

También hay que decirlo sin ambigüedades: en México, la geografía del feminicidio se extiende más de lo que estamos dispuestos a aceptar. Guerrero, Morelos, Oaxaca, Puebla, Veracruz, Chihuahua, Sinaloa, Guanajuato, Distrito Federal y el Estado de México, son las entidades donde se registra el mayor número de feminicidios, de acuerdo con cifras del  Instituto Nacional de las Mujeres y del Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio. Es decir, no se trata sólo de un fenómeno de la frontera. No podría ser más desalentador el panorama: nacer mujer continúa siendo una razón suficiente para ser asesinada en este país. Siempre que alguien pierde derechos y seguridad, otro se beneficia de esa pérdida. En este caso, los varones y las instituciones que ejercen el feminicidio perpetúan una posición de poder patriarcalmente articulada; pero esa violencia, en el corto plazo, acaba empobreciéndonos a todas y todos, a nuestros espacios públicos, nuestra confianza social y nuestra legitimidad democrática. Por eso es que tenemos que dejar de pensar que el feminicidio es algo que ocurre muy lejos de nosotros, para tomar acciones que en lo cotidiano desafíen la cultura machista y generen un ambiente de seguridad plena para las mujeres.

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