Es cierto, lo obvio no se pregunta. Pero ello no significa que lo obvio sea sencillo. Por ejemplo, preguntarnos si estamos en una crisis es poco menos que absurdo. A no ser, claro está, que uno quiera parecer en público como cínico o incapaz. Los síntomas de la crisis ahí están. Son de tal suerte evidentes que —siendo tan corto este espacio— es ocioso dedicarles palabras.

La crisis es compleja y sus razones lo son aún más. Si no todo, muchas cosas simplemente están fuera de lugar o patas arriba. “Problemas siempre ha habido”, suele decirme mi padre con la intención de hacerme entrar en razón cuando me escucha abusar de los calificativos o pulsa en mi una lectura catastrofista, al hablar de nuestros tiempos. Pues sí, problemas habrá habido siempre pero no puedo aceptar que me pidan normalizar el desastre en el que nos encontramos.

¿Qué cómo llegamos a este punto? Así a ciencia cierta, a saber. Pero hoy México logró alcanzar los cielos de la formalidad mientras visita el infierno de la realidad. Desde esta perspectiva, la contradicción es un signo de nuestros días. Experimentamos, históricamente, el mejor momento para la expresión plural de ideas pero no podemos llamarla libertad de expresión. Tenemos 105 periodistas muertos en 15 años, la autocensura flota en las salas de redacción de periódicos y revistas, los gobiernos representan el 100% de los ingresos (y el control) de muchos medios y la concentración del espectro radioeléctrico es la definición misma de oligopolio.

O, como en los tiempos del porfiriato, le llamamos legalidad a nuestros impulsos más primitivos de disciplinamiento. Según cifras oficiales hay más de 8 mil indígenas presos por una inadecuada defensa. Al mismo tiempo, Juan Manuel Portal, el auditor Superior de la Federación reconoce que los políticos corruptos no van a la cárcel porque no son tontos y no firman nada. La legalidad como receta social para la injusticia y la impunidad.

No vayamos demasiado lejos, los recientes hechos de violencia entre la Policía Federal y la CETEG en Acapulco lo muestran. Frente a las manifestaciones y acciones más radicales de movimientos sociales, un sector de la sociedad suele levantar con toda estridencia la voz apelando a la legalidad y a la restauración del Estado de derecho. Pero ellos mismos suelen guardar un silencio cómplice frente al abuso policial, las ejecuciones extrajudiciales y otras violaciones a derechos humanos. Bajo la lógica de los “daños colaterales”, “no son blancas palomitas” o “son casos aislados” justifican la brutalidad y la ilegalidad. Como sociedad, no alcanzamos a entender la complejidad de los procesos de movilización social, pero perfumamos nuestra brutalidad con la acción policial.

De ese tamaño son nuestras contradicciones. Al mismo tiempo que liberalizamos el régimen político reinstalamos prácticas de los tiempos más autoritarios. Invocar el respeto a la Ley es un método muy antiguo para esconder posiciones clasistas. Es la envoltura que nos da la corrección política para un llamado a la represión violenta y al escarmiento. Pero, ojo, la efervescencia está en la calle. Los agravios son demasiados y lo impresentable de muchos gobiernos no ayuda a disminuir la irritación popular. Están ahí, con la misma intensidad y al mismo tiempo, los reclamos más legítimos y las expresiones de clientelismo. Hoy confluyen, los movimientos con capacidad estructural que alimentó la propia clase política y las formas descentralizadas y espontáneas de participación social.

Y así podemos seguirnos. Entre contradicciones y denuncias. Un país en el que la izquierda se llena la boca de un discurso republicano y austero, pero que está sometida por la ambición y la mezquindad. Con jefes delegacionales y legisladores incapaces de terminar su mandato o conduciendo lujosos autos de sus contratistas. O la derecha, tradicionalmente cívica y con un discurso sobre la moral, con diputados gestores de moches y tapizada de alcaldes corruptos. Sobre el gobierno federal y el PRI ya se ha escrito hasta el cansancio.

Obivamente, frente a la realidad, lo aquí dicho es extraordinariamente minúsculo. Es sólo un argumento a favor de entender mejor nuestras alternativas, huyendo de la simplificación. Más ahora que vivimos tiempos convulsos.

Analista político

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