1. El título es adrede tautológico. Solo somos responsables de lo que hacemos u omitimos hacer. La única variable que un actor político (individual o colectivo) puede controlar es la de su propia conducta. Y es de ella de la que debe dar cuenta. Y, sin embargo, el recurso más utilizado en el combate político es el de atribuir todas las desgracias al comportamiento del adversario. “Ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio”, es más sencillo, inercial y sobre todo autocomplaciente. A pesar de ello, la responsabilidad propia es intransferible y la única sobre la cual podemos actuar. Podemos decirles a los otros lo que creemos deben hacer, también criticarlos e incluso denostarlos, pero la responsabilidad de lo que hagan, resulta obvio, será suya. Y, sin embargo, como en un juego de espejos, lo más común es que los adversarios se culpen mutuamente de los desenlaces desgraciados o trágicos, sin siquiera voltear a ver su contribución a esa desembocadura.

2. Recordé lo anterior al leer no pocos comentarios de personas de izquierda (lo mismo puede decirse de las de derecha, pero en sentido contrario) que en el caso boliviano “resuelven” la responsabilidad de la grave crisis que vive aquel país denunciando la actuación de los militares o deplorando, con razón, los dichos y actos de la nueva “presidenta” que presagian lo peor, sin siquiera reparar en la avidez de Evo Morales, cuya ambición desconoció el resultado de un referéndum (en 2016 la mayoría de los bolivianos votó contra una nueva reelección), ni en el dudoso manejo de los resultados de la elección reciente (antes de la interrupción del flujo informativo las cifras obligaban a una segunda vuelta; luego de la interrupción “sorpresivamente” el ganador tenía el margen necesario de votos para proclamarse vencedor sin tener que recurrir a la segunda vuelta). “La culpa es de los otros”, es la reacción automática.

3. El caso del nombramiento de la nueva presidenta de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos es otro buen ejemplo. ¿Qué habrían dicho los cercanos a Morena si esa elección la hubiera realizado una mayoría de otro partido? Desde la oposición, la izquierda pugnó porque las normas se cumplieran, las votaciones fueran transparentes y los funcionarios tuvieran el perfil necesario para desempeñar su encomienda. Pues bien, en el nombramiento de Rosario Piedra Ibarra, ésta no cumplía con el requisito de no ser parte de la dirección de un partido, el conteo de los votos en el Senado dejó sembrada más de una duda, la promesa de repetir la votación fue defraudada y las primeras declaraciones de la nueva titular de la CNDH hacen patente que carece de las cualidades necesarias para ejercer su estratégica tarea de manera autónoma.

4. Pero quiero llegar a otra parte: al papel que la academia y los medios (los comentaristas) deben y pueden jugar en coyunturas polarizadas como la que vivimos. No me refiero a los opinadores alineados y alienados. Aquellos autosatisfechos, proclives a la victimización, incapaces de observar una falta propia y en cambio sagaces para descubrir la más mínima desviación del adversario. A los propagandistas pues. De ellos nada puede esperarse. Pero la academia y el auténtico periodismo pueden jugar un papel distinto. Sus márgenes de independencia (existentes y por edificar y fortalecer) deberían coadyuvar a construir un contexto para el debate diferente: asumiendo la complejidad, guardando distancia de los alineamientos acríticos, buscando las verdades (no solo las convenientes), tendríamos una vida intelectual más rica y productiva, y la vida política quizá contaría con nutrientes para ser más racional, matizada, ajena a ocurrencias y caprichos, capaz incluso de tender puentes entre los adversarios. Por ejemplo: ¿pueden los académicos y periodistas simpatizantes de Morena y/o de AMLO aceptar que con sus prácticas los senadores vulneraron la confianza e incluso la legitimidad de una institución central para la defensa de los derechos humanos? Quiero pensar que sí. Y que a todos conviene.

Profesor de la UNAM

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