Confieso que me cuesta entender la necesidad de una reforma electoral en este momento, ni su prioridad frente a otros tantos temas de la agenda nacional.

Nuestro sistema está lejos de ser perfecto. Tiene varias debilidades, es cierto, pero la forma en que el gobierno ha planteado las cosas, y la reacción defensiva de la oposición, no auguran más que un nuevo diálogo de sordos.

¿Qué se puede esperar cuando, del lado opositor, el discurso es que “AMLO quiere destruir el INE” y, del lado oficialista, excesos igualmente falsos como que la institución electoral es un “instrumento de sabotaje a la voluntad del pueblo”?

No existe el más mínimo consenso sobre la necesidad misma de una reforma. No hay siquiera un esfuerzo articulado para persuadir ni convencer con buenos argumentos. La lógica parece ser confrontar, polemizar, encender… ¿y después?

La propuesta tiene elementos importantes, como el compactar una estructura electoral monstruosa y cara, reducir el número de legisladores y recortar el dinero que se destina a los partidos.

Sin embargo, cojea cuando se promueven alternativas demagógicas, disfuncionales y nada bien pensadas como elegir por voto directo a consejeros electorales y magistrados. Un planteamiento infantil y diseñado para provocar.

Brillan por su ausencia temas como el voto electrónico, la democracia en la nueva era de la digital, el robustecimiento real de mecanismos participativos o la fiscalización de recursos privados.

Estamos ante una disputa de filias, fobias y egos. De un lado, tenemos a un Lorenzo Córdova que sobreactúa sus posiciones, poniendo por encima de todo su protagonismo y ambición personal. Lo acompañan todos aquellos que alimentan la falsa narrativa de que “avanzamos hacia una dictadura”.

Del otro lado, vemos a un presidente que, antes que plantearnos una reforma para el presente o el futuro, parece buscar un ajuste de cuentas con el pasado. Es el trauma de 2006 y el agravio que le causó la élite político-electoral, lo que en gran parte lo mueve.

Al obradorismo lo anima también la necesidad de infringirle una derrota a dos consejeros que han utilizado la institución para hacer oposición abierta y descarada, cosa que ni falta hace porque ya se van en abril de 2023.

El Presidente interpreta como pocos el sentimiento popular. Entiende que hay un pueblo agraviado con los excesos de los políticos, con el gasto de los partidos, con el grosero modo de vivir de consejeros y magistrados.  
Lorenzo, en cambio, es incapaz acercarse a esos sentimientos. Lo suyo es interpelar a una élite defensora del pasado.

Por eso su discurso no ha logrado convencer a la gente de los beneficios que el INE tiene para ellos. Nada ilustra mejor su fracaso en este terreno que esa polémica encuesta cuyos resultados buscó ocultar en un episodio más que vergonzoso.

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