El 6 de agosto de 1963, el secretario de Salubridad José Álvarez Amézquita entregó a su homólogo estadounidense, dentro de un cubito de plástico, la última pareja de Aedes aegypti capturada en México.

Este mosquito, “de inofensiva apariencia, de nimia pequeñez”, era el causante de una enfermedad que había cobrado cientos de miles de vidas desde antes de la llegada de los españoles: la fiebre amarilla, también llamada vómito negro.

Aún hoy, el Aedes aegypti se multiplica en las aguas estancadas y en las hojas de los árboles más altos. En las alturas se alimenta de la sangre de los monos aulladores: transmite la terrible enfermedad al replicar la picadura en el hombre: el abandono de pueblos y ciudades mayas pudo contar, entre otros factores, con la colaboración de este mosquito.

El fraile franciscano Diego López Cogolludo relata que quienes sobrevivían a su picadura “quedaban todos pálidos que parecían difuntos, sin cabellos, peladas las cejas muchos, todos tan quebrados, que aunque hubiesen tenido solo dos días de calentura y poco dolor de huesos, como a mí me sucedió, en muchos no podían recobrar sus fuerzas”.

En los libros sagrados de los mayas, el Popol Vuh y el Chilam Balam de Chumayel se lee que los señores de Xibalbá encargaron al mosquito la misión de atacar a los hombres: “Pica a cada uno de ellos. Muerde primeramente al que esté sentado primero y después acaba por picarlos a todos”.

En su muy aleccionadora Breve historia y antología de la fiebre amarilla (1964), Salvador Novo relata que el “yekik” o vómito de sangre llenó la zona maya de “muertes súbitas y arrebatadas” entre 1480 y 1485, cuando ocurrió una de las primeras epidemias de que hay registro en América. Diego de Landa registró otro “vómito de sangre” en 1576.

“Los conquistadores nos dieron la viruela a trueque de la fiebre amarilla”, escribió Novo. Los hombres de Colón fueron atacados por unas fiebres misteriosas al desembarcar en la isla Isabela: salieron huyendo de ahí, sin saber que llevaban el mosquito flotando en las barricas destinadas a saciar la sed de la tripulación. El Aedes aegypti siguió a Colón a Santo Domingo y de ahí pasó a Cuba, las Antillas, Puerto Rico, Colombia, Jamaica y Panamá (devastando también a los indígenas).

“Se nos murieron muchos soldados —escribió Bernal Díaz de Castillo—, además de esto, todos los más adolecimos y se nos hacían unas malas llagas en las piernas”.

Se sabe que Hernán Cortés cambió tres veces la ubicación de Veracruz debido a las condiciones insalubres del terreno.
“Tumba de españoles”, llamaron al puerto en las ordenanzas con que se fundó la ciudad de Puebla. El padre Zumárraga rogaba en 1527 que los españoles no viajaran a las tierras recién conquistadas en los meses cálidos, pues los recién llegados fallecían a los pocos días de pisar el puerto.

Describe López de Cogolludo los síntomas de la enfermedad: “Comenzaba con un gravísimo e intenso dolor de cabeza y de todos los huesos del cuerpo, tan violento, que parecía descoyuntarse… Al rato daba tras el dolor calentura vehementísima que a los más ocasionaba delirios”.

Llegaba, a continuación, la muerte: “Seguíanse unos vómitos como de sangre podrida y de estos, muy pocos quedaban vivos… A los más, al tercer día parecían remitirse totalmente la calentura, decían que ya no sentían dolor alguno, cesaba el delirio, conversaban muy en juicio, pero no podían comer ni beber cosa alguna, y así duraban otro u otros días, con que hablando y diciendo que estaban buenos, espiraban”.

La fiebre cundió en Veracruz, Campeche y Yucatán. Hay registro de que en 1648 sucedió una violentísima. Las ciudades se diezmaron. Cuenta Novo que la gente moría “al mayoreo”. Un médico francés relató que las víctimas presentaban vómito constante, evacuaciones de verde o negro, y hemorragias por la nariz y el ano.

Novo recogió los relatos sobre la fiebre amarilla dejados por un puñado de viajeros ilustres: Humboldt, Madame Calderón de la Barca, Charles Joseph Latrobe, Brantz Mayer, la condesa Kollonitz y Desiré Charnay, entre otros. Todos ellos entraron a México por “la puerta del infierno” y dejaron testimonios sobrecogedores sobre compañeros de viaje que vieron morir: sobre una ciudad que caía enferma cada año, tronchando las vidas de cientos de personas.

En el libro de Salvador Novo se habla de una pequeña plazuela ubicada en la ciudad de México: la plaza Carlos Finlay. “Los transeúntes ignoran quién haya sido el personaje en cuyo honor y memoria lleva aquella plaza su nombre”. Finlay es el médico cubano que en 1881 descubrió que el Aedes aegypti era el transmisor de la fiebre amarilla. Ese año comenzó al persecución de este insecto. Tuvieron que pasar más de 40 (1925) para que se diera a conocer el último caso de fiebre amarilla en México.

En 2017, las autoridades de salud de México alertaron de nuevos casos en Brasil, Venezuela, Bolivia y Colombia: de la amenaza de que algún día “el vómito colonial” volviera a México.

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