Conocí el mar al final de mi niñez, primero por su sonido, ya que llegamos por la noche y seguramente olas considerables rompían por el viento en la orilla de una oscura playa, emitiendo un ruido imponente que crecía en la medida de mi desconocimiento.

Nos hospedamos en un pequeño desarrollo de bungalows, ese tipo de vivienda turística de un solo nivel y que contaba con los servicios básico para quienes las rentaban por unos días.

El evidente cansancio de un largo viaje, entonces de casi diez horas desde esta ciudad hasta las playas de Manzanillo, me evitó aventurarme más que bajar a la playa y conocer un poco más del entorno donde sistemáticamente escuchaba las olas, para terminar algunas en algo parecido a un susurro fuerte que emitía el resplandor de espuma al acariciar la arena, mientras los mosquitos nos daban una nutrida bienvenida a un lugar absolutamente nuevo para mí.

Al día siguiente desperté temprano y recién había amanecido cuando la enorme curiosidad me provocó salir a descubrir un paisaje que cautiva a cualquiera, en especial a quienes vivimos lejos de la costa, en otro clima, otra altura y con una muy limitada vegetación, comparada con la abundancia y diversidad que hay en una zona donde el agua y el sol combinan su impacto con resultados muy coloridos y llenos de vida.

Fue curioso acercarse a la playa y, a pesar de ser en una bahía, comenzar a disfrutar de la inmensidad del mar, que literalmente se perdía en el horizonte, fue muy impactante.

Poco a poco los sonidos que se multiplicaban fueron teniendo dueña o dueño y las aves volaban por la orilla de la playa buscando los peces que descuidadamente pasaban a ser su nutrido desayuno.

Una playa en principios de los años setenta, cuando aún, a pesar de los cientos de años que manifestaba la presencia de pobladores humanos, mantenía también la presencia permanente de una enorme cantidad vida silvestre, entre otras especies; destacaban los crustáceos como cangrejos grandes de color intenso y otros que se mimetizaban con la arena, intentando no se descubiertos, incluso los muchos ermitaños que al atardecer regresaban del mar en sus temporales casas de concha que habitaban en la medida en que iban creciendo, dejando tras de sí una línea de huellas que facilitaba descubrirlos.

Al bañarnos con el respeto y la precaución debidas en la orilla del mar, te permitía descubrir algunos peces que se alimentaban y que huían de depredadores mayores que nadaban apenas unos metros adelante cuando la profundidad del mar comenzaba a hacerse mayor.

La sensación de caminar sobre la arena es siempre una experiencia que se graba con un buen recuerdo en la medida que no pisáramos nada que se moviera. Una arena que por su color combinaba el café y el negro, con su muy particular suavidad y dibujos caprichosos en pinceladas del ir y venir del agua marina.

Ver por primera vez el mar, con sus atardeceres dorados, resulta inolvidable, como lo son las revolcadas que te dan las olas para que podamos aprender también sobre la marea de la vida.

A la distancia, cada quien atesoramos nuestras primeras experiencias y, por fortuna, desde esta ajetreada ciudad con ruidosas olas de automóviles, aún conservamos atardeceres que muchas playas quisieran hacer suyos, desde este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

@GerardoProal

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