Abogado

Es importante y hasta vital para una sociedad que su gobierno instituya una política de obra pública. La gestión de la obra pública tiene hasta el efecto de reactivar la economía de un pueblo. Y en el caso de Querétaro, con sus altas y sus bajas según el pulso de los sexenios, es claro que ha tenido desarrollo donde uno de los ejes ha sido la obra pública que se expresa en la infraestructura renovada, creciente, dinámica y que ha sabido conservar gran parte del patrimonio típico de la arquitectura que nos heredó la Colonia, la Reforma y la Revolución. Pasado y presente se han unido en las calles y edificios de Querétaro.

Todo ello está bien, pero tal vez sea hora de preguntarse sobre el verdadero sentido y alcance de la obra pública de Querétaro, para que ésta sea realmente una traducción de necesidades reales, objetivas de la ciudadanía, y que tenga un impacto en la vida diaria de los queretanos. La obra pública debe realmente obedecer a una auténtica necesidad social y ser parte de un modelo o plan de desarrollo estatal o municipal. No se trata de una colección de obras arquitectónicas para recrear los sueños de algún político efímero, o de querer heredar la firma y el nombre para la posteridad como lucimiento.

La obra pública que se debe emprender por los gobiernos locales considero que no debe ser el coto de caza de los grupos de presión o de interés que apoyaron las campañas políticas de tal o cual grupo en el poder —ése fue un signo atroz de la pasada administración estatal—, sino que realmente pase la prueba de la neutralidad política.

Además, es clave para la política de obra pública que se reivindique el elemento “publicidad” en torno a los proyectos de las obras que se autoricen. Es determinante que el público tenga acceso a la información relacionada con los programas de obra pública desde antes de las licitaciones. Venimos de una contracultura en la cual no ganaba el mejor proyecto sino el que tenía la habilidad de adjudicarse el contrato muchas veces por encima de la ley y de los intereses ciudadanos. También, parte de la publicidad incluye la constatación de que las obras en cuestión puedan ser revisadas no sólo por la propia autoridad sino por los mismos ciudadanos, sin que ello implique que la autoridad no haga su trabajo de supervisión y control sobre la calidad de las obras ejecutadas.

Sería importante, y tal vez sea mucho pedir, que se realice un mapa de transparencia por cada distrito, municipio, o incluso delegación municipal, en el cual se pueda contrastar la inversión per cápita contra aportación tributaria que hace cada zona o región, con el fin de que realmente los ciudadanos puedan ver que parte de sus impuestos y derechos se expresen en las obras que se ejecutan en el entorno de su hogar. Existen los instrumentos técnicos del INE, del Inegi y del SAT, mediante los cuales un gran mapa de obra pública se podría comparar con el mapa impositivo de la población y de ahí extraer conclusiones sobre la cuestión de a dónde va el dinero público.

La obra pública no puede ser reducida a un catálogo de pequeñas obras que sin orden ni concierto se ejecutan, muchas veces sin los estudios básicos de orden ambiental o de viabilidad técnica. Y menos aún si responden más al capricho de los funcionarios en turno que a verdaderas exigencias de la sociedad. La improvisación y el lucimiento, el imperio del escaparate por encima de la utilidad a la sociedad, es un gran riesgo de los planes de obra, que ya debían de haberse presentado y difundido a la sociedad.

Otro riesgo de las obras públicas reside en que los gobiernos contraten deuda pública para su financiación. Cierto, por sí misma la deuda pública no es negativa, sino que el fin que persiga no tenga relación con los intereses públicos. Al final de cuentas, el déficit en las finanzas públicas siempre será un factor que pesa sobre las haciendas públicas por eficientes que sean, mientras el crecimiento de la población sea mayor al crecimiento de las economías de las naciones. Pero llevar a un gobierno al déficit simplemente para financiar los caprichos, para erigir templos de poder, no tiene ninguna justificación.

Ante los anuncios que ya hacen algunos gobiernos de sus planes de obra pública, es importante que la sociedad se involucre, que genere su propio interés en el entramado de los grupos que participan en el diseño y ejecución de las obras públicas. Participar en esa implementación debería de ser una tarea en esencia cívica, para que sea la propia población actor protagónico de las obras, cuyo destinatario último es hasta el más modesto elector.

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