Muchos de mis mejores amigos son famosos; a la mayoría los he conocido en redacciones, editoriales, en casa de algún personaje amigo de ellos y mío. A otros en cocteles; por ejemplo, a Juan Rulfo, en Bellas Artes, el día que le dieron el Premio Nacional de Letras; también en Bellas Artes, a Juan García Ponce; en la redacción de La cultura en México, a Juan Vicente Melo, y aunque él no se acordaba, a Juan Manuel Torres; a Edmundo Valadés, en la redacción de Novedades, por intermedio de Héctor Dávalos; a Carlos Monsiváis, en un pasillo de Tlatelolco, cuando iban, él y Fernando Benítez, a visitar a María Luisa Mendoza, a quien conocí muchos años después, a pesar de que me enviaba sus libros dedicados.
Monsiváis, amable, se detuvo a charlar unos minutos, me preguntó qué iba leyendo (un libro de moda en ese 2 de octubre de 1967), mientras Benítez, impaciente, lo apuraba; muchos años antes, gracias al Compadre (amigo de mi papá), Gaspar Henaine charló con mi hermana y conmigo, en los pasillos de la W, mientras Viruta lo apremiaba (“apúrate, Gaspar”). Por esa misma W conocí a Eulalio González, a Carlota Solares y a Celio González, y de lejos, a Norma Herrera y Norma Lazareno. Un poco más lejos, y muchos años después, en una conferencia, uno de los más célebres dibujantes, me entregó un dibujo mío que tuve guardado por años y ahora apantalla a los visitantes, cada vez menos frecuentes. A veces, alguna celebridad se acerca a presentarse conmigo, lo que me deja casi siempre mudo de emoción, como Sergio Mondragón, quien demostró que me ha leído más de lo que merezco.
En diciembre, en vísperas de la Feria de Guadalajara, se presentó en la Alianza Francesa de Polanco Yasmina Khadra, uno de los novelistas que aún admiro; gracias a Norma Bautista y a Vanessa Corona fui invitado a esa presentación, y guardaron, para Lourdes (mucho mejor lectora) y para mí, más de diez minutos casi a solas con él, después de una divertida charla ante un público que daba muestras de haberlo leído, aunque no más que nosotros, puedo presumirlo; unos días antes le pregunté a Norma cuántos libros suyos creía prudente llevarle para que me los firmara; “Todos los que tengas”, me dijo, “es muy amable”.
Incrédulo, vio nuestros ocho libros y preguntó si queríamos su dedicatoria en todos; en esos, y en el nuevo, “Dios no vive en La Habana”, que me llevaba Norma, la mar de amable. Nos firmó todos y le dijimos algunas palabras, que por su gesto, parecen haberle gustado. Llevé una copia de la última nota que he publicado sobre él, y que los lectores pueden rastrear en la sección El Librero de El Universal y en el blog errataspuntocom; debo decir que es la primera vez en los últimos 45 años que hacemos el papel de grupis, aunque en una conferencia de prensa nos apropiamos por varios minutos de Les Luthiers, ante la impaciencia de otros admiradores, y que todo un día perseguimos a Vargas Llosa por toda la ciudad; se resistía a firmarme unos libros, comprados en la Librería del Sótano (la buena), porque él afirmaba que eran ediciones pirata (en efecto: hechos en Perú y en La Habana), pero se rindió cuando José Emilio Pacheco le dijo que yo era el autor de una nota que a él le había gustado y divertido.
Mi reticencia a perseguir celebridades fue vencida por mi admiración por un escritor singular, poderoso, con sentido del humor pero también convicciones políticas sinceras, y porque es ejemplo de la resistencia hacia el poder.