Es la temporada de renovación de seguros, seguros de coche, de casa, de vida, de salud, de gastos médicos mayores, contra el incendio, el robo, la inundación, el sismo, la revolución, el motín, etcétera. Seguro, seguridad ¿de qué se trata? De una realidad muy concreta y también de un sentimiento, algo más imponderable y muy variable. Comprar un seguro expresa la necesidad de seguridad que sentimos todos, de una manera u otra. Y responde también a la explotación en forma de negocio que permite tal necesidad. Seguridad material y seguridad espiritual que, en el marco de las religiones, se proyecta en el más allá.

Bien lo dijo Lucien Febvre: es el problema o los problemas de la Salvación que se impusieron los hombres del siglo XVI, Martín Lutero, Juan Calvino y cuantos más, que buscaban con ansia una garantía de seguridad en la otra vida. Hoy en día las compañías de seguros están dispuestas a asegurarnos contra todos los riesgos posibles… mediante un buen pago. Logran proporcionarnos algún sentimiento de seguridad, sin eximir al Estado de su función fundamental: garantizar la paz civil y la seguridad de los ciudadanos. Después de todo, vale la pena reflexionar sobre la palabra tan gastada que ni nos fijamos en su sentido verdadero: “el seguro social”. El deber esencial del Estado es darnos esta paz material que es la condición de nuestra paz interior.

Lo contrario del sentimiento de seguridad es el miedo; ambos sentimientos, seguridad y miedo, positivo y negativo, andan estrechamente unidos. Cuando crece uno, el otro disminuye y la relación cambia según las circunstancias, en el tiempo y en el espacio. Es la falta de seguridad que ha empujado unos cientos de miles de mexicanos a abandonar sus hogares. La inseguridad ha causado, sigue causando el éxodo de los campesinos de Chihuahua, Sonora, Durango, Guerrero, Chiapas y demás serranías asoladas por lo que llamamos el crimen organizado.

Hace mucho que perdimos la seguridad, mejor dicho, la tranquilidad espiritual de las generaciones nacidas entre 1880 y 1920. Recuerdo esa gente contemporánea de la Revolución y de la Cristiada, gente magníficamente retratada por Luis González en Pueblo en vilo. Microhistoria de San José de Gracia. Gente que podía dormirse cada noche en una confianza en Dios inquebrantable; cada mañana, al despertar, a mediodía antes de alimentar al cuerpo, ellos se abandonaban a la voluntad de Dios, con un sentimiento profundo de seguridad, de paz moral. Don Ezequiel Mendoza Barragán, coronel cristero de Coalcomán, retirado en Ayutla de los Libres, me regaló un librito intitulado Del abandono a la Providencia divina, traducción de la obra del jesuita francés del siglo XVIII, el P. Caussade. ¡Qué cosa! No necesitaba un “seguro”. Y eso que vivió casi toda su larga vida en condiciones de inseguridad máxima, desde el bandolerismo villista de 1915 en adelante, hasta la violencia de la Montaña en Guerrero, pasando por la Cristiada en Michoacán que se prolongó hasta 1938.

Hoy, en nuestro México, nuestra principal preocupación es la inseguridad. Los noticieros radiofónicos y televisivos empiezan siempre con los crímenes más espeluznantes del día, o con casos sonados de secuestros, asaltos y extorsiones. Los periódicos no cantan mal la ranchera, de modo que nuestra actualidad está plasmada en una crónica permanente de muerte: desaparecidos, fosas comunes, ADN… esas tres letras han tomado un significado horrible.

Y nos encontramos sumergidos en la situación de inseguridad que le inspiró a Thomas Hobbes su famoso y grueso Leviathan. Necesitamos un Estado fuerte para que ponga fin a la violencia (él emplea la palabra “guerra”, pero es una palabra vetada por nuestro Presidente) que amenaza con volver nuestras vidas “solitarias, pobres, brutas y breves”. No lo tenemos y no sé que pasó con nuestro famoso “Ogro filantrópico”, supuestamente todopoderoso. ¿Cuándo y cómo se lo llevó el viento sin que nos diéramos cuenta?

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