Me ha impresionado siempre la narración que el alabardero José Gómez hizo hacia 1789 de la vieja Plaza Mayor, nuestro actual Zócalo:

“La anchurosa Plaza Mayor no es sino un asqueroso hacinamiento de inmundos puestos techados con petates podridos; de esos puestos no salen sino fétidas emanaciones. Por allí andan vacas, perros, muchos perros hambrientos, cerdos gruñidores, revolcándose entre el agua encenegada y verde, y sacando de sus cienos pesados olores. Sobre toda la plaza zumba una insistente nube de moscas, densa y caliente”.

A su arribo a la Nueva España, el virrey de Revillagigedo atravesó aquella plaza con un pañuelo fuertemente perfumado apretado contra la nariz.

Uno puede terminar de imaginar lo que vio y olió aquel virrey, leyendo la estampa que en 1790 dejó en sus “Noticias de México” el minucioso cronista Francisco Sedano: en la pila de agua que había al centro de la plaza, las vendedoras lavaban sus trastos, y también los pañales de sus hijos. Existía, además, una especie de baño público, sin puertas, conocido como “beque o secretas”, en el que “hombres y mujeres hacían su necesidad trepados de cuclillas, con la ropa levantada, a la vista de las demás gentes”.

Revillagigedo decidió despejar, limpiar y ordenar aquel chiquero. La Plaza Mayor fue recuperada como un espacio en el que, en lugar de la basura y la mugre, reinaran los símbolos del poder del Estado.

De ese modo comenzó la terrible y triste historia del Zócalo. El relato de sus intentos de apropiación política o ideológica. La larguísima cauda de sus desastres cívicos.
Porque, como escribe de manera brillante el maestro José Joaquín Blanco, el Zócalo no ha consentido que nadie lo use de pedestal.

Al ocaso del virreinato, para quedar bien con el monarca español, el convenenciero y gris marqués de Branciforte hizo colocar ahí la estatua de Carlos IV (el famoso Caballito). Al triunfo de la Independencia, sin embargo, fue preciso llevárselo a otro lado para evitar que el general Guadalupe Victoria lo fundiera: se quedó en el patio de la Universidad hasta 1852, en que fue enviado a embellecer la entrada del Paseo de Bucareli.

Santa Anna quiso levantarse ahí, en 1843, un monumento dizque dedicado a la Independencia. Como es universalmente sabido, solo logró terminar la base o el zócalo de este, y por eso, en homenaje a la pasión mexicana por lo fallido y lo trunco, desde entonces le quitamos el nombre a la Plaza Mayor para imponerle el que popularmente perdura hasta hoy –a despecho del nombre oficial: Plaza de la Constitución.

Maximiliano y Carlota quisieron construir ahí un jardín romántico, cargado de árboles, de arbustos, de flores. La prensa de la época reseñó los recorridos “de ensueño” que la corte realizaba durante las noches de luna, envuelta entre el perfume de las rosas.
Aquel jardín imperial terminó también en el Cerro de los Campanas. En 1875, con dinero de los Escandón, se injertó en el centro de la plaza un kiosco construido en París. Una orquesta tocaba valses para que la gente se sintiera en Viena, de acuerdo con el aire de los tiempos. Ya nadie se acuerda dónde está, porque en 1914 lo desmontaron y lo mandaron a Huejutla.

De todo esto solo quedaron algunos grabados, algunas pinturas, algunas fotos y algunas litografías.

Los primeros gobiernos de la Revolución volvieron el Zócalo un jardín simétrico, con banquitas y palmeras que recordaban los terruños de los grandes jefes de la facción sonorense. En 1957 el regente Uruchurtu lo mandó podar, y aniquiló las áreas verdes –vuelvo a José Joaquín Blanco– para que el Zócalo dejara de ser un lugar de recreo y se volviera, exclusivamente, punto de encuentro de las masas que aclamaban a la Gran Autoridad: “El siglo de las masas quería plazas rotundas, categóricas”.

De ese modo se quedó pelón. Quedaba visto que en el viejo ombligo del mundo prehispánico nada ni nadie conseguiría entronizarse. Hasta que el “patio privado” del poder político fue profanado –triunfo de la izquierda— y se convirtió en el patio donde festejan y protestan los ciudadanos.

Al pasar ayer por la vieja plaza hallé uno más en la larga lista de desfiguros: la maqueta del Templo Mayor con el que el gobierno de Claudia Sheinbaum pretende “devolverle” la memoria a la ciudad, de cara a los 500 años de lo sucedido el 13 de agosto de 1521: la caída de Tenochtitlan.

Eduardo Matos Moctezuma ha llamado a esto un despropósito. A unos metros de la Maqueta está el verdadero Templo, a cuya investigación, conservación y mantenimiento, la llamada 4T le ha recortado el 75% del presupuesto: no hay dinero, ya no para excavar, ni siquiera para eliminar los hongos y deshierbar los basamentos.

Desde 2019 se cancelaron los recursos destinados a mantenimiento. Hace unos meses, tras una granizada, la estructura que protegía el Templo Mayor colapsó. Los monumentos del patrimonio hoy están a merced de los desastres naturales. El arqueólogo Leonardo López Luján ha dicho: “No hay patrimonio rico con mantenimiento pobre”.

Pero sencillamente no existen fondos que permitan continuar un proyecto que se ha sostenido de manera sistemática desde 1978, arrojando luces sorprendentes sobre el mundo mexica.

Mejor un Templo Mayor hecho con tubos y fibra de vidrio, hecho por quienes quieren “reivindicar” a los pueblos originarios. Mejor un espectáculo de luz y sonido para engrosar la lista centenaria de intentos de apropiación fallidos.

@hdemauleon
demauleon@hotmail.com

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