Evelyn Waugh publicó en 1938 una novela satírica sobre los corresponsales de guerra. A un buen hombre (William Boot), por confusión, lo mandan a cubrir una conflagración y tiene el siguiente diálogo con el responsable de Internacionales (Mr. Selter): “—¿Podría explicarme quién lucha contra quién en Ismailía? –Creo que son los Patriotas contra los Traidores. –Ya, pero ¿cuáles son cuáles? –Oh, eso sí que no lo sé. Esa es cuestión de la línea editorial…”. (¡Noticia bomba! Anagrama).

Después de la plática mañanera del Presidente del 22 de abril recordé aquel pasaje. La idea fundamental de AMLO, si mal no entiendo, es establecer con claridad dos bandos y una vez que están configurados “la línea editorial” debe apoyar a los buenos contra los malos. Y quien define la línea editorial: él. Él encabeza a los Patriotas y quienes se le oponen son los Traidores. Waugh hacía una parodia. Nuestro Presidente lo piensa en serio.

Si el mundo político democrático fuera así, la labor periodística sería sencilla y contundente. También anodina o más cercana a la propaganda que a la información y el análisis. Pero no hay dos bandos. Hay muchas voces e intereses. En ciertos casos unos pueden tener razón y en otros, pues otros, y en no pocas ocasiones pueden existir buenas razones enfrentadas. De ahí la necesidad de la información objetiva en búsqueda de la verdad y del análisis siempre cargado de una dosis de subjetividad.

El espacio público en democracia, donde el periodismo juega un papel estratégico, semeja un coro de voces desafinado. Esa es su característica fundamental y su valor. La diversidad de intereses, filtros ideológicos, preocupaciones y hasta ocurrencias se reproducen en el espacio público porque la sociedad no es un ejército ni una iglesia, sino una constelación donde palpitan aspiraciones encontradas. Ahí radica parte de la superioridad de la democracia sobre otros regímenes de gobierno: autoritarios, dictatoriales, totalitarios o teocráticos. Estos cuatro últimos aspiran y logran reducir ese coro multicolor a un monólogo cansino y gris cuya fuente de autoridad es el poder político. Y escuchando al Presidente parecería que desea un espacio público en el que la voz del gobierno sea equivalente a la verdad revelada, y además acompañada de un concierto de ecos.

¿Es necesario recordar que la libertad de expresión y prensa son pilares de la democracia? Parece que sí. Las dictaduras (de izquierda o derecha) lo primero que suprimen es esas libertades. Y lo hacen porque en su código de comprensión ellos encarnan proyectos que no merecen ser contestados. El líder, el partido o el gobierno —en esas visiones— son la expresión de los “auténticos sentimientos” de la nación, el pueblo, los trabajadores o la sociedad. La denominación puede cambiar, pero la idea de que existe un bloque social monolítico que se expresa a través del paladín que gobierna los unifica a todos. Y por supuesto quienes se le oponen, no son más que... (y aquí, dependiendo del régimen, puede colocarse: conservadores, comunistas, burgueses, fuerzas oscuras).

El asunto se vuelve más grave porque el Presidente aparece como vocero casi único del gobierno. Los secretarios (casi) no participan del debate público. Si éstos últimos entraran al quite en los temas bajo su responsabilidad a lo mejor a la discusión pública se le inyectarían argumentos, información, matices, y no solo descalificaciones como suele hacerlo el titular del Ejecutivo. El Presidente por supuesto que debe participar en el debate público y lo debería hacer desmontando falacias, aportando elementos; explicando proyectos y programas, controvirtiendo embustes. Pero no. No es lo suyo. Lo que hace todos los días en pintar dos campos: los míos y los adversarios. Y los segundos no son más que… (él pone los adjetivos). De esa manera el espacio para la conversación pública se angosta y esteriliza. No permite la comprensión de los retos que tienen enfrente el gobierno y la sociedad, pero sirve para alimentar la noción de que vivimos una guerra perpetua.

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