Las mujeres hemos tenido que esforzarnos el doble para acceder a puestos de toma de decisiones y actualmente, si bien se cumplen por ley cuotas de género, aún encontramos subrepresentación política de las mujeres mexicanas.

Nuestra cultura está basada en un modelo patriarcal en donde se ha educado a los niños a ser poderosos y agresivos y a las niñas nos han enseñado que debemos de ser obedientes y sumisas. Desafortunadamente, la esencia de nuestra sociedad sigue siendo machista y esto repercute directamente en que no sean más mujeres quienes estén en puestos de toma de decisiones.

Hemos luchado por años para que cambie el paradigma de las relaciones de poder tradicionales en donde las mujeres hemos estado “subordinadas” a los hombres y a pesar de que existe gran progreso en el tema de la equidad de género, la realidad es que aún hay desigualdad en las oportunidades para mujeres.

Aquellas que han alcanzado un puesto de toma de decisiones, ya sea como legisladoras, presidentas municipales, gobernadoras o como representantes de alguna secretaría de gobierno, muchas veces lo han hecho sin pena ni gloria en cuestión de imagen; y es que bajo ese paradigma en el que vivimos, las mujeres no nos atrevemos a adoptar completamente el rol de una mujer fuerte en este contexto que ha estado dominado por los hombres “machos” mexicanos: la política.

Por años hemos luchado por tener oportunidades iguales a las que tienen los hombres y poco a poco hemos logrado entrar en esferas que han sido dominadas por ellos. Buscamos empoderarnos, romper tabúes. Sin embargo, el problema que prevalece es que buscamos un espacio en la política con igualdad de circunstancias con los hombres pero queremos ser tratadas como estamos acostumbradas a serlo en el ámbito social: que nos abran puertas, que nos cuiden porque al final, sí nos creemos frágiles y es entonces que nos encontramos con la mayor de las incoherencias: queremos ser percibidas como unas mujeres fuertes que tenemos la misma capacidad, temple y mano dura para tomar decisiones pero los estímulos emitidos están lejos de mostrar eso.

En la política, como en la vida empresarial, las reglas y los protocolos no tienen género, más bien respetan jerarquías. Por ejemplo, no debemos esperar que nos abran la puerta o nos cedan el paso, como estamos acostumbradas en el ámbito social.

En política, como mujer y bajo el contexto ya mencionado, con más ahínco busco ser percibida como una mujer profesional, con poder, por lo tanto, debo emitir estímulos a través de mi vestimenta que lo reflejen: utilizar colores de “poder,” negro, blanco, perla, hueso, beige; utilizar telas delgadas y sin patrones; usar zapatos cerrados, de tacón ejecutivo (cinco centímetros); y utilizar maquillaje sobrio con un peinado estructurado.

Al hablar debo de ser firme en mis ademanes y gestos y utilizar un tono de voz que transmita la fuerza, el poder, la capacidad de tomar decisiones.

En nuestro estado aún encontramos mujeres políticas que no proyectan poder, que al hablar son débiles en sus ademanes y su postura aún refleja sumisión. En su vestimenta buscan seguir cánones de la moda, traer una altura de tacón que resulta inmanejable, utilizan colores que reflejan accesibilidad más que poder. Cargan la bolsa de mano enorme que les podría incluso estorbar. Utilizan accesorios grandes, vistosos, que distraen la atención del receptor de lo que realmente importa.

El verse profesional no está peleado con el verse bien, pero debemos entender que para que como mujeres logremos escalar posiciones o ganar más espacios, debemos sentirnos y autopercibirnos empoderadas. Para ser hay que parecer y hoy ya no basta con únicamente ostentar el puesto y fungir como funcionaria pública o representante del ciudadano, sino también debemos de reflejar a través de nuestra imagen que tenemos la habilidad y el conocimiento para ejercer el poder y tomar decisiones.

Directora de Imagen Pública en Magentta Creatividad e Imagen

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