Para Sergio Aguayo, con un abrazo solidario.

Ser famoso y humilde es una combinación poco frecuente. La mayoría de los congéneres cuyos logros, económicos, culturales o científicos, trascienden y son “grandes” no suelen actuar con sencillez. Lo admito: es una observación personal. No hay estudios “científicos” que comprueben o refuten mi idea. Bienvenido el disenso. Quienes no concuerden conmigo encontrarán en las líneas siguientes una historia un tanto sui géneris, así que, por favor, continúen leyendo. Escribo sobre la humilde aspirina.

Las cosas, incluyo al ácido acetilsalicílico, no conocen ni sus significados ni su trascendencia. Los humanos sensibles, subespecie en extinción, aprecian y valoran sus objetos: la taza de café vieja es irremplazable, el cenicero de la abuela es único, la cartera del padre muerto tiene historia y vida, y así…, las cosas son parte de los días, se atesoran, se quieren. La aspirina, la vieja aspirina, la de siempre, es parte de esa historia. ¿Cuántos millones de personas, no asiduos a la televisión, cuyos anuncios sobre nuevos fármacos atiborran el cerebro, llevan en sus bolsillos —hombres— o en la bolsa —mujeres—, aspirinas para lo que se ofrezca? Dolores de cabeza, molestias articulares, contracturas musculares, cansancio e incluso dolor estomacal a pesar de que no sólo no ayude para este problema sino todo lo contrario, son aliviadas por una de las medicinas más viejas de la farmacopea. La aspirina pervive no por serendipia. Lo hace por méritos propios.

La aspirina llegó para quedarse. Felix Hoffman la descubrió en 1897 y dos años después la compañía Bayer la lanzó al mercado. Desde hace 120 años circula por doquier y sigue dando la batalla a los nuevos descubrimientos destinados para paliar y combatir los mismos problemas. Sus efectos analgésicos, antipiréticos y antiinflamatorios compiten con las nuevas moléculas. Sus perjuicios, sobre todo irritación estomacal e incluso úlceras gástricas, son también efectos nocivos de todos los antiinflamatorios creados después de ella.

Diferencia fundamental son los precios; las disparidades varían. Para los fines de estas disquisiciones no importa el monto exacto, pero las “no aspirinas” utilizadas con el mismo propósito cuestan treinta o cuarenta veces más. Los nuevos fármacos son más onerosos y con frecuencia menos eficaces.

La aspirina ha sido compañera fiel de la humanidad. Ella no lo sabe. Los usuarios no reflexionan al respecto; sin embargo, su apego, real por los efectos benéficos, o emocional por creer en ella —efecto placebo— a pesar de dañar estómago y en ocasiones riñones cuando se utiliza por tiempos prolongados, la han convertido en camarada perenne de nuestra especie. No hay botica mexicana sin aspirina. No hay boticario mexicano en los pueblos más lejanos, en los villorrios de las sierras menos accesibles o en el viejo Distrito Federal que no la recomiende.

Leo en fuentes fidedignas: “Cada segundo se consumen 2.500 aspirinas en el mundo… Aunque no produce adicción, la aspirina tiene más adeptos que nunca y cada año se conocen nuevas aplicaciones. Se calcula que desde su descubrimiento se han fabricado más de 350 billones de aspirinas”. Su popularidad es enorme así como la confianza en sus efectos benéficos. Quizás, casi lo podría afirmar, su efecto placebo es similar al farmacológico.

Por fortuna la aspirina no es humana. Su impresionante historia, aquí apenas narrada, es una suerte de historia sobre la humildad. Si tuviese ego quizás no sería tan eficaz. Concluyo como empecé: ser famoso y humilde es una combinación poco frecuente. La aspirina lo es. Los dueños del mundo deberían tomar aspirina diario. Unos mejorarían su condición y otros morirían por hemorragias gástricas. Y aclaro: no soy ni panegirista ni socio de Bayer, ¡qué lástima!

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