Es 10 de diciembre de 2008 y la voz del otro lado de la línea telefónica es de alarma, de angustia, de asombro: “Tocayo, secuestraron a Félix Batista. Se lo llevaron…”

Como primera reacción, el pasmo, pero, sobre todo, la incredulidad:

¿Qué dices ¿Estás seguro? ¿Quién te dijo eso? ¿Dónde fue? Las preguntas salen de mi boca como balas de ametralladora.

—Estoy seguro, me acaba de llamar su esposa… me dijo que Félix estaba en Saltillo con unos amigos y unos tipos se lo llevaron… lo secuestraron”, me reitera, acongojado, Pepe Sobrevilla, amigo y colega periodista.

—Es que eso no es posible… quizá  se trate de un mal entendido, de una broma de mal gusto… Con mis palabras trató de asirme a una esperanza, vana en este caso, pues, contra todo pronóstico, nuestro amigo sí había sido secuestrado.

Qué ironía… qué gran paradoja. Félix Batista, el plagiado, era, precisamente, especialista en destrabar secuestros y había negociado y llevado a buen término más de 100 casos. Esto no tenía sentido ni lógica alguna, pensé mientras cortaba la comunicación y me enfilaba hacia la redacción de El Financiero, donde entonces trabajaba.

Ahí, Raúl Fraga, quien a la sazón coordinaba la Unidad de Inteligencia y Análisis Estratégico de ese diario, y quien me presentó a Félix a finales de 2006, corroboró la información: Batista, estadounidense de origen cubano, estaba en Saltillo, Coahuila, negociando la liberación de uno de sus  clientes.  Mientras estaba en un restaurante con familiares y amigos del secuestrado recibió una llamada telefónica donde le avisaron que presuntamente la víctima había sido liberada y, en un automóvil, llegaría de un momento a otro al restaurante.

Cuando Félix salió del lugar a encontrarse con su cliente, fue encañonado y obligado a subir en un jeep por un comando que lo estaba esperando. Una paradoja más: una hora después, la víctima fue liberada, no así el experto, quien, por cierto, estuvo   en el ejército estadounidense y, aunque vivía en Miami, Florida, era consultor de una firma de seguridad, con sede en Houston, Texas.

Un caballero de la era precastrista. Observo la foto tomada por José Sobrevilla en un estudio radiofónico. Está un poco borrosa y desafocada. En la imagen sobresale en primer plano, Yolanda Montes, la célebre Tongolele, una bailarina y actriz nacida en Estados Unidos, pero de  padre español y de madre sueca. Estabamos en  2007, y en esos entrañables días de radio (Woody Allen, dixit), todos los viernes tres amigos (Fraga, Sobrevilla y quien esto escribe) hacíamos la edición cultural y de espectáculos del programa Encuentros y Desencuentros, que se transmitía en La 69 de Radio Centro, allá por los rumbos de Constituyentes, en la CDMX.

Ahí, en esa  imagen, además de Tongolele y los integrantes del equipo aparece Félix Batista, con una apariencia muy del tipo de Desi Arnaz, el actor cubano del Hollywood de los 50 (el “Ricky Ricardo” de la serie I love Lucy): moreno claro, saco sin corbata, gomina en el cabello y el copete alzado: muy del estilo de la clase media acomodada que habitaba la isla caribeña en la era precastrista.

Ese día, cuando invitamos a la famosa bailarina y actriz al estudio, y de paso a él, pues se encontraba de visita en México, Félix mostró que las formas educadas de la vieja burguesía cubana no se limitaban a su look, sino también a su manera de portarse o actuar.

Como todo un caballero de la vieja escuela del romanticismo llegó al estudio radiofónico con un enorme arreglo floral, se plantó frente a Yolanda Montes, y se lo entregó mientras hacia una enorme reverencia y le besaba el dorso de la mano derecha, ante el asombro de todos los presentes, incluida la  bailarina.
 
 Nulos resultados. Luego de la desaparición de Félix, las investigaciones, si es que las hubo,  nunca prosperaron y de nuestro amigo no se volvió a saber nada. Su esposa denunció el secuestro ante instancias nacionales e internacionales con nulos resultados.

Ese 10 de diciembre de 2008, este cubano estadounidense, bohemio, afable, padre de familia,   buena persona,  pasó a engrosar el número de desaparecidos que en México se calcula actualmente en más de 30 mil personas, a partir del inicio de la cruenta guerra contra las drogas en 2007.

Con sus negociaciones Félix salvó la vida de decenas de personas, sin embargo no pudo salvar la suya. Esa, insisto, es una de las grandes paradojas de su caso.

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