Debido a su gravedad, poblaciones enteras quedaron totalmente desiertas. En muchos sitios solo se descubría que los habitantes de alguna casa habían muerto cuando el hedor golpeaba a los vecinos.
Según la Crónica de la Compañía de Jesús, se llegaron a encontrar en algunas casas pequeñas criaturas que mamaban del pecho de sus madres muertas.

La mortandad era horrenda. Ninguna epidemia había sido tan cruel, tan mortífera. Ni en los atrios ni en las iglesias de la Nueva España había sitio ya para sepultar a los muertos: “En un hoyo grande los echaban, entreverados chicos con grandes”.

Los indígenas llamaron a esta peste Hueycocoliztli: la Gran Enfermedad. El padre Andrés Cavo relata que la epidemia comenzó en la primavera de 1576, cuando “comenzaron los mexicanos a sentir fuertes dolores de cabeza”. Muy pronto sobrevenían calenturas que “causaban tal ardor interior que con las cubiertas más ligeras” la gente no podía cobijarse. A esto se sumaba “una perpetua inquietud”. El sangrado solía ser anuncio de la muerte. Los enfermos perecían en menos de nueve días. Según Cavo, “las plegarias que se hicieron dentro y fuera de las ciudades no impidieron el curso de tal veneno”.

Entre 1576 y 1577, Nueva España quedó infectada “desde Yucatán hasta las Chichimecas”. El doctor Francisco Hernández, Protomédico de Todas las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar Océano, describió así los síntomas de aquella misteriosa enfermedad: Lengua seca y negra. Sed intensa. Orina de color verde marino, o de color negro. Ojos y cuerpo amarillos. Delirio, convulsión, temblor, angustia y disentería. “La sangre que salía al cortar una vena —escribió—, era de color verde o muy pálida”.

El mal golpeó sobre todo a la población indígena. La gente menos afectada fue “la rica, vestida, abrigada y regalada”. Los pobres, en cambio, morían por racimos. La peste saltaba de una casa a otra. Enfermos que no tenían familiares que les acercara al menos un jarro de atole, morían de hambre. De acuerdo con el padre Cavo, los indios creían que su raza finalmente iba a extinguirse, y “caían en una melancolía que les era fatal”. Había también otro tipo de contagio: el miedo.

El virrey Enríquez de Almanza llamó a frailes, médicos, eclesiásticos y aristócratas a que auxiliaran a los enfermos, y los apoyaran con su caudal. El historiador Enrique Cárdenas de la Peña enumeró los tratamientos inútiles a que los pacientes eran sometidos: baños de pies, sangrías, ventosas, jarabes agrios, emplastos, pomadas, ungüentos e infusiones de las más variadas hierbas.

El cirujano del virrey fue enviado con un naguatato (un traductor) a visitar personas afectadas. Hallaron más de cien enfermos en un día en Santa María Cuepopan (nuestra actual Santa María la Redonda). Los otros médicos conocían “las horruras de los enfermos” y reportaban que la suciedad y la incuria de la población podían ser origen del mal.

El virrey llamó a los médicos para pedirles su opinión sobre aquellas fiebres “contagiosas, aterradoras y continuas”. La epidemia fue atribuida al paso de un cometa, a la conjunción de Marte con Saturno, e incluso a la sequía, que para entonces llevaba dos años. El protomédico Hernández recibió la orden de practicar “anatomías” a los muertos: advirtió que tenían el hígado “acirrado y muy duro, que se les paraba, y tan deforme que parecía hígado de toro”.

El virrey de Almanza ordenó hacer procesiones y rogativas para que la epidemia cesara. Pero nada detenía el mal.

Algunos enfermos fueron recluidos en las celdas de los frailes. En cuestión de días sus cuerpos eran conducidos a las fosas comunes. Cavo escribe que “según testimonio que hizo guardar en el archivo el virrey Enríquez, el número de muerto pasó de dos millones”.

En un estudio extraordinario, los historiadores Elsa Malvido y Carlos Viesca apuntan que nunca se logró dilucidar la naturaleza de la epidemia. Fue atribuida al tifo, a la fiebre amarilla, a la tosferina, incluso a la hepatitis. Durante siglos se le llamó con su nombre azteca: cocoliztli o hueycocoliztli. Todavía en los años 50 del siglo XX, a médicos que atendían en comunidades rurales del valle de México los pacientes les reportaron tener esa enfermedad.

Estudios recientes sugieren que la espantosa pestilencia de 1576, “grandísima y universal”, como la llama fray Bernardino de Sahagún, pudo ser provocada por una bacteria: la salmonella entérica.

Varios códices describen la epidemia con impactantes ilustraciones, en las que se ven indígenas goteando sangre por la nariz, así como religiosos que lúgubremente cargan cruces negras.

Esta es otra de las historias en que lo que hoy llamamos México ha estado a punto del fin. Que no se repita nunca.

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