No tenía una libreta de apuntes a la mano, así que lo que sigue es de memoria. Estuve unos días en Vancouver, digamos que por razones de familia. Allá, un par de familiares me sumergieron en las obligaciones propias del turismo exprés. Visitar museos, contemplar los cuadros de ciertas galerías, recorrer avenidas plagadas de edificios exultantes, en busca de singularidades y “visiones únicas”.

Llegamos inevitablemente a Glastown, en una de cuyas calles se encuentra el reloj de vapor más famoso del continente. Pasamos entre escaparates iluminados y aromáticas cocinas. Se oía el grito de las gaviotas. Muy cerca de nosotros acababa de atracar un crucero que venía de Alaska.

Decidimos buscar un sitio para cenar y beber un trago. Conseguimos una mesa junto a un gran ventanal. Apenas llegaban las bebidas cuando la puerta se abrió y entraron al local seis jóvenes mexicanos. Quiso la suerte que les destinaran la mesa más próxima a la nuestra. Tenían entre 16 y 18 años.

Dentro del país, los mexicanos podemos odiarnos. Afuera por lo general nos da gusto encontrarnos.

Habían llegado a Vancouver para estudiar inglés, en estancias que iban de dos a seis meses. Vivían en casas de familias canadienses. Procedían de Sonora, Jalisco, Guanajuato y me parece que Hidalgo.

Luego de intercambiar unas palabras, nos dejamos en paz. Pronto llegó la cena.

Pero había algo extraño. Aquellos muchachos no hablaron de chicas, ni de Vancouver, ni de sus estudios, ni de sus familias, ni de su futuro. No hablaron de música, de libros, de series. Hablaron de violencia con una naturalidad que me pareció sobrecogedora.

Uno de ellos declaró que su estado era el más violento de México “y uno de los peores del mundo”. Relató a sus compañeros que hacía unos días “los mañosos” habían vuelto cenizas a dos niños. “Fueron a matar a un bato, le echaron gasolina a su casa y luego le aventaron un cerillo. Ahí dentro había dos niños, el más chico de cinco (años)”.

El muchacho agregó que había balaceras a diario, que el estado estaba lleno de lugares en los que la gente no salía de noche, y que en la sierra existían pueblos que se habían quedado completamente vacíos.

Otro de los jóvenes recordó que en Tlaquepaque acababa de pasar lo mismo. Según su relato un “comando armado” llegó a la mitad de un convivio y barrió a una familia entera. “Ahí también había niños”.

Luego dijo que esas cosas ni siquiera pasaban de noche, sino a la luz del día. Que hace meses hubo una balacera en una plaza comercial llena de gente y que hubo varios muertos y heridos.

Nosotros nos habíamos quedado callados, picando en nuestros platos.

El muchacho de Guanajuato dijo que a su estado no le iba mal en ese concurso. “De cinco a siete asesinatos diarios, hasta cinco violaciones en un fin de semana, secuestros todos los días”.

“Hay veces que las noticias hablan de que en un día hay más de 20 muertos”, le oí decir.

Le oí decir también:

“Es que allá hay tres cárteles peleándose entre ellos”.

Ya había oscurecido por completo y detrás del ventanal brillaban las luces de Vancouver, la ciudad más cara de América y una de las que ofrece la más alta calidad de vida. Por la calle pasaban muchachas riendo y conversando. Las marquesinas de las tiendas, los edificios de ladrillo rojo, las copas de los maples y las luces que se habían encendido en el muelle eran como un telón de fondo.

Allá pasaba todo eso y en el restaurante, a un lado de nosotros, seis muchachos hablaban de la muerte, de la sangre y de la muerte.

Hasta allá los perseguía México.

Hice cuentas. A finales de 2006, ellos tendrían de tres a cinco años. De manera que habían pasado la vida entre muertos. Oyendo todos los días de balaceras, decapitaciones, descuartizamientos. ¿Por qué iban a hablar de otra cosa?

De regreso al hotel, caminando en silencio bajo la llovizna, se me ocurrió que no sabíamos nada de esos jóvenes. Que ignoramos lo que tienen dentro. Nos la pasamos contando muertos, enumerando carpetas de investigación. Pero no nos hemos preguntado nada sobre su herida.

La herida que marcará para siempre la vida de esa generación.

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