El sábado, el presidente Andrés Manuel López Obrador lanzó una extraña serie de tuits en los que sugería que se estaba cocinando un golpe de Estado en su contra. Esto sería el proyecto de un grupo no identificado de “conservadores y halcones” y estaría destinado a fracasar por el respaldo al gobierno de “una mayoría libre y consciente.”

El escenario de un putsch, acicateado por élites económicas y políticas, es remoto, por decirlo generosamente. Nadie es suficientemente estúpido para no ver las consecuencias que una intentona de ese género acarrearía: inestabilidad política, incertidumbre económica, aislamiento internacional.

Pero, además, las fuerzas armadas no se lanzarían a una aventura golpista. En México, no ha habido una rebelión militar desde 1938 y ninguna ha resultado triunfante desde 1921. Los militares mexicanos entienden muy bien las consecuencias que tuvo para sus contrapartes de otros países latinoamericanos la participación directa en asuntos políticos. Saben que no hay mejor receta para desprestigiar a las fuerzas armadas que ponerlas al frente del gobierno.

Con toda probabilidad, el presidente sabe que no enfrenta ningún riesgo de golpe de Estado ¿A qué vienen entonces los tuits del sábado? ¿Por qué alertar sobre un peligro inexistente?

Mi intuición es: un intento deliberado de cambiar la conversación sobre los acontecimientos en Culiacán. En específico, el gobierno parece estar tratando de presentar los hechos no como una operación fallida de captura que contaba con el conocimiento y autorización civil, sino como una acción autónoma de un grupo de “halcones”, insertado en la estructura de las fuerzas armadas.

En esa historia alternativa, el discurso pronunciado por el general retirado Carlos Gaytán el pasado 22 de octubre cobra una importancia fundamental. Las palabras críticas de un general al actual gobierno serían la demostración contundente de la existencia de una corriente de línea dura que tendría tentáculos en diversos puntos de la Secretaría.

Esa narrativa es francamente ridícula. Cualquiera que conozca al Ejército sabe que los generales en retiro tienen poca influencia en su operación cotidiana. Se trata además de una institución extraordinariamente jerárquica y disciplinada, donde casi nada se mueve sin la autorización de la superioridad. El propio Gaytán cerró su discurso solicitando a los presentes “el respaldo y la solidaridad para mi general secretario, Luis Cresencio Sandoval”. Esas no son exactamente las palabras de un rebelde.

Eso no significa que no haya malestar en las Fuerzas Armadas por lo ocurrido en Culiacán. Al agravio de los delincuentes, se ha añadido el insulto de querer transferirles por completo la responsabilidad del operativo, como si no hubiera civiles al final de la cadena de mando. Y a eso se añaden las presiones crecientes sobre los militares por la infinidad de responsabilidades que les han conferido. El general Homero Mendoza, jefe del Estado Mayor de la Defensa Nacional, reconoció en una reunión reciente que la Sedena se encuentra en “un proceso de desgaste muy fuerte”.

Eso no es buena noticia: puede conducir a fricciones y problemas de coordinación entre civiles y militares. En el extremo, puede paralizar la colaboración de los militares en temas específicos (la construcción de la Guardia Nacional, por ejemplo).

En ese entorno, invocar fantasmas golpistas y poner en duda la lealtad de las Fuerzas Armadas no hace sino ahondar el problema. Ojalá en el gobierno reconozcan ese hecho pronto. Tener una relación fluida con los militares es mucho más importante que ganar un ciclo de noticias.

alejandrohope@outlook.com.
@ahope71

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