El marzo de 1918, el periódico El Informador anunció a sus lectores: “Una especie de gripa ha paralizado la vida comercial en Madrid”. De acuerdo con el diario, la naturaleza de la epidemia aún no había sido determinada, “sin embargo, se cree que no será cosa grave”.

La nota informaba que en Madrid todo se había detenido. Los cines, los teatros, los tranvías: “Informes procedentes de distintos puntos explican que el 30 por ciento de los habitantes está afectado de dicho mal. El rey Alfonso XIII se encuentra indispuesto y se cree que es víctima de la epidemia”.

Comenzaba una de las epidemias más brutales del siglo XX. En México le llamaron influenza española, pues se creyó que los primeros enfermos habían llegado al litoral del Golfo a bordo de barcos de la Trasatlántica Española.

Según el periódico El Pueblo, la enfermedad la llevaron a Nuevo Laredo emigrantes de la Península Ibérica. “Allí tomó inconcebibles proporciones, registrándose en un día 85 defunciones. En ocho días, 20 mil personas eran víctimas del mal”.

La influenza, que procedía de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, comenzaba como un simple resfrío: setenta y dos horas más tarde, escurriendo sangre por la nariz y con severas lesiones broncopulmonares, los enfermos eran trasladados al sepulcro.

Los abuelos de mi generación exclamaban “¡Jesús!”, y también “¡Jesús te ampare!”, cada que alguien estornudaba. Era el recuerdo siniestro que dejó en México el año 18.

Según El Pueblo, quien llevó la influenza a la capital del país fue un ferrocarrilero de nombre José Gómez, superintendente de la División del Norte. Presentaba los mismos síntomas “que tantos estragos ha hecho en Europa y los Estados Unidos: una especie de neumonía, con fuertes dolores de cabeza y calentura mayor de 40º”.  Para entonces, las ciudades fronterizas donde la epidemia había pegado –Nuevo Laredo, Piedras Negras, San Pedro de las Colonias, Torreón—registraban caravanas de familias que huían a las poblaciones cercanas, “ante la perspectiva de contraer tan terrible mal”.

Parece que nada cambia nunca. Que en México todas las veces son la primera. Los miembros del Consejo Superior de Salubridad informaron que el aislamiento era el único medio de evitar el mal. Señalaron, sin embargo, que “los casos que se han dado en (la ciudad de) México carecen de toda gravedad”, que la altura de la capital destruía “la virulencia del microbio”, y que el Distrito Federal sería la única población en donde la influenza iba a “desarrollarse benignamente”.

Para colmo, el presidente del Consejo, José María Rodríguez, informó que experimentos realizados “en los mejores laboratorios de Roma” probaban que el mejor remedio para la influenza “era el limón, ingerido en forma de refresco o simple”.

Pronto hubo centenas de enfermos. Los primeros 54: en el cuartel de zapadores. De ahí la epidemia se propagó hasta que “los médicos se declararon incompetentes para curar al gran número de pacientes”. Llegó el día en que EL UNIVERSAL informó a ocho columnas: “Doscientas mil personas enfermas de gripe”. El 20 de abril se leía en este diario: “Día a día el contagio se extiende. Como una inmensa segadora va haciendo caer por tierra las energías de los más valientes; los hogares se convierten en hospitales; las oficinas se despueblan; hay, como quien dice, una completa desintegración de la vida social, cuyo alcance todavía no se puede adivinar”.

“Para acrecentar el desconcierto —agregaba EL UNIVERSAL—, los medios de combatir la epidemia escasean y las autoridades médicas se reducen a tranquilizarnos con la aserción de que la enfermedad es en sí misma casi inofensiva en estas latitudes”.

Bayer ofrecía a 1.50 el remedio de la enfermedad: “tabletas de aspirina y Fenacetina”. Pero la gente moría en proporciones aterradoras. Los panteones no se daban abasto. La gente velaba a sus muertos en las banquetas, esperando que un carretón pasara a recogerlos. En todos los rumbos, la ciudad se había convertido en anfiteatro: un reportero informó que algunos ataúdes habían sido armados con tanta prisa, que de sus junturas escurrían los líquidos de los cuerpos en descomposición que contenían. En algunas esquinas, los habitantes de la ciudad esperaban el paso de la gaveta al lado de cuerpos envueltos en petates: muertos que se pudrían bajo el sol.

El gobierno amenazó con multas de 500 pesos a los enfermos que salieran a la calle o fueran a la iglesia en busca de consuelo. Amenazó con cárcel a quien lanzara gargajos en la vía pública, y finalmente lanzó una feroz campaña contra el beso.

Las crónicas hablan de una ciudad de muertos, y de cines, bares, restaurantes, escuelas, templos y oficinas cerrados. Las ratas y la basura se acumulaban en las esquinas. Del interior de las casas solo salían lamentos. La recomendación: aislar a los enfermos hasta que sanaran o murieran. Muchos de ellos se fueron sin recibir siquiera un abrazo.

Al final de aquella pesadilla había 300 mil muertos en el país, cerca de 10 mil en la ciudad de México. 50 millones de personas en todo el mundo.

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