Con nuestros impuestos, la administración de Peña Nieto pagó por la intervención de 15 mil teléfonos a la empresa israelí de espionaje NSO Group. En total, esa firma vendió 50 mil servicios de este tipo a nivel internacional. Por lo que puede apreciarse, México requería un tercio de todas las escuchas clandestinas del mundo. Para proceder con una contratación tan voluminosa, es de suponerse que los funcionarios encargados de los servicios de inteligencia preveían una hecatombe nacional, movimientos subversivos, el derrumbe del país. Pues nada de eso.

Gracias a la investigación realizada por Amnistía Internacional y un grupo de diarios de todo el mundo, nos enteramos de que el gobierno de México le proporcionó a NSO los números telefónicos de 500 diplomáticos, 1,200 funcionarios del propio gobierno en turno, 180 periodistas y 250 defensores de derechos humanos. Esto se asemeja más a un trabajo de policía política que a una labor de inteligencia destinada a defender los intereses nacionales. Que sepamos, este trabajo de “inteligencia” no estaba orientado a prevenir algún inminente ataque terrorista, a desarticular bandas del crimen organizado (de hecho, se hicieron más poderosas), a terminar con el robo de combustibles o a impedir el avance de algún grupo guerrillero. No. Quienes contrataron estos servicios tenían en la mente conocer cómo fluía la información sobre el caso Ayotzinapa y a quiénes incriminaba, conocer de antemano los artículos que escribirían los periodistas sobre escándalos de corrupción y, también, meterse en las conversaciones privadas de los adversarios políticos, uno de los cuales fue el actual presidente de la República.

Este debe ser uno de los dineros públicos peor gastados en la historia de México. Frívolo y superficial como fue el gobierno anterior, con la contratación de estos servicios no logró posicionar al PRI en el panorama electoral, mucho menos combatir a la delincuencia organizada, ni sacudirse el estigma de la corrupción. Es decir, el contrato de espionaje más cuantioso de que tengamos memoria no sirvió siquiera a los propósitos de la administración que lo solicitó.

Bajo el manto protector de que se trataba de un asunto de “seguridad nacional” hasta el día de hoy no tenemos la menor idea de cuánto costó este capricho y mucho menos de los beneficios, si es que los hubo, para la gobernabilidad y la buena marcha del país. Ahora debemos reclamar que se rindan cuentas y que se ofrezca una explicación sobre las razones de Estado que justificarían el espionaje que se practicó en ese período.

El gobierno actual, no sólo por ser una de las partes agraviadas, debería sacar a la luz pública una evaluación de ese contrato, la utilidad que reportó a nuestra sociedad realizar esas escuchas y establecer si esta práctica de espionaje político continúa vigente, si se canceló el contrato.

Las condiciones de inseguridad actuales exigen de más trabajo de inteligencia, pero no del tipo que realizaba el gobierno de Peña Nieto. La pacificación del país, la reducción de la violencia y la criminalidad ameritan contar con las mejores herramientas disponibles. Ahí sí, que se invierta lo necesario y que se aproveche esta oportunidad para regular el campo de acción de las actividades encubiertas.

Internacionalista

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