En solo tres meses murieron seis mil personas: cuando aquella epidemia terminó, el 10% de la población de la ciudad de México había perecido. El escritor Guillermo Prieto dejó una descripción de aquellos días, que se ha vuelto famosa:

“Las calles silenciosas y desiertas en que resonaban a distancia los pasos precipitados de alguno que corría en pos de auxilios: las banderolas amarillas, negras y blancas que servían de aviso de la enfermedad, de médicos, de sacerdotes y de casas de caridad: las boticas apretadas de gente; los templos con las puertas abiertas de par en par con mil luces en los altares, la gente arrodillada con los brazos en cruz derramando lágrimas… A gran distancia, el chirrido lúgubre de carros que atravesaban llenos de cadáveres…”.

Al cólera morbus le llamaron en Europa “la peste del ochocientos”, pues había comenzado con esa centuria. En 1817 salió de la boca del Ganges y se desplazó hacia los países árabes, abriéndose paso entre la miseria y el hacinamiento (se transmitió a través de agua y alimentos contaminados con heces fecales).

En 1830, la locomotora de vapor le permitió propagarse en Rusia, Polonia y Alemania. En marzo de ese año apareció en París, la ciudad maloliente que Víctor Hugo describe en Los Miserables.

Llegó a América por el viejo camino de los barcos: en abril de 1832 la detectaron en un hospital de Nueva York. El 6 de agosto del año siguiente —el fatídico 1833—, la muerte de una mujer en Magdalena Mixhuca anuncia su llegada a la Ciudad de México. Encuentra una urbe sumergida en deplorables condiciones de salud pública: caños de agua lodosa y pestilente que corren a cielo abierto, acequias en las que los habitantes lanzan desperdicios y hasta animales muertos, vecindades formadas por cuartos húmedos, oscuros y sin ventilación.

Nadie acata los reglamentos de sanidad emitidos por el Ayuntamiento: la gente arroja basura en las calles y baña a sus caballos en las fuentes públicas. Las fruteras, verduleras y fritangueras abandonan en la calle sus desperdicios. No pocos sectores de población defecan en la vía pública.

El cólera tardaba entre 12 y 24 horas en llevar a la tumba a una persona sana. En pocos días había 200 contagiados. En unos meses, 37 mil 863 personas habían contraído la enfermedad. La epidemia cundió por todos los rumbos. Según la historiadora Celia Maldonado López, golpeó con mayor fuerza los rumbos de Santa Cruz, la Soledad, San Sebastián y San Pablo. Prieto describe una gran casa de vecindad, llena de cuartos vacíos, “con puertas que cerraba y abría el viento”.

Entre los habitantes circulaban cartillas sanitarias y recetas con “cosas que deberán hacerse mientras se consigue un médico”. Una de estas recomendaba hacer una infusión de cal hervida con peyote y gotas de láudano. Las cartillas recomendaban limpiar los corrales, las caballerizas y los chiqueros; asolear los petates, y evitar dormir con animales.

La Iglesia gritaba que la epidemia era un castigo de Dios por el despojo de bienes a que la había llevado el gobierno hereje de Gómez Farías: repartía estampitas de San Roque, protector de todas las pestes, y organizaba procesiones a cuyo frente iba la Virgen del Rosario.

Durante cinco meses la enfermedad cobró vidas en la ciudad, así como en el resto del país. Puebla, Jalisco y el Estado de México se vieron brutalmente afectados. Al regresar de sus haciendas en el Bajío, el marqués de Aguayo solo encontró ranchos abandonados, hombres y mujeres muertos en los caminos, “y en derredor de los cadáveres, parvadas de zopilotes”.

Relata Guillermo Prieto que se anunció que un sabio había descubierto un parche que impedía contraer la enfermedad: una muchedumbre ansiosa se agolpó frente a la casa de éste. Había tanta gente que el gobierno tuvo que enviar guardias. Luego corrió el rumor de que el parche aquel, en vez de sanar, aceleraba la muerte. Al día siguiente, “las calles amanecieron blanqueando como una terrible nevada. Eran los parches que se habían arrancado del cuerpo las gentes”.

Según Prieto, “había accesos de terror y alaridos de duelo”, mientras “los panteones rebozaban de cadáveres”. El cólera llegó en un momento en el que país tenía pésimas finanzas. Las arcas estaban vacías, los españoles expulsados se habían llevado sus fortunas. Para colmo, la población estaba dividida en dos bandos, clericales y anticlericales.

Para que el horror de 1833 no se volviera a repetir, se creó el Consejo Superior de Seguridad, encargado de vigilar que se cumplieran los reglamentos de hospitales, cementerios, escuelas y talleres. Y sin embargo, el horror se repitió.

El cólera volvió a presentarse en 1850 con la misma fuerza: en los peores días 198 fallecimientos. Los carros pasaban repletos de cuerpos sin vida y, “para paliar la impresión”, el gobierno ordenó a los encargados de enterrar a los muertos “que no circularan por las calles con los cadáveres descubiertos”.

En aquellos brotes, a nadie protegieron las estampitas.

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