Me gusta recordar aquellos años en la juventud cuando en vacaciones solíamos los compañeros y amigos, salir a acampar en las afueras de la ciudad o viajar hacia alguna zona donde había alguna presa y se presentaba la oportunidad de ir de pesca. Era siempre una aventura esperada que disfrutábamos desde los preparativos y hasta el regreso. Tenía el encanto de romper la rutina de vivir en la ciudad y descubrir muchas cosas  a través de un mayor contacto con la naturaleza.

Hacíamos una coperacha para adquirir algunas cosas y también asaltábamos las respectivas despensas en la casa de cada quien para reunir algunos alimentos y bebidas que consumiríamos el fin de semana. Era indispensable en cada ocasión hacernos acompañar de un radio de baterías para buscar una lejana estación en amplitud modulada y escuchar música norteña que amenizaba la convivencia alrededor de una fogata por las noches. Fueron tiempos en los que los riesgos de dormir en el campo eran menores a los de la actualidad, pero no hacíamos a un lado la importancia de tomar algunas medidas preventivas y llevábamos nuestras tiendas de campaña y en el mejor de los casos alguna bolsa de dormir.

Una vez llegando al lugar buscábamos el sitio adecuado cercano a un árbol y lo más parejo posible, armábamos el par de tiendas de campaña y de inmediato recolectábamos piedras para delimitar el área de fogata y nos íbamos por leña y varas para alimentar el fuego, además de acomodar el escaso menaje para la ocasión.

En el día, la fogata era indispensable para preparar el café desde temprano y tanto el desayuno como la comida y la cena. Sin embargo, en la noche la fogata adquiría una relevancia mucho mayor, ya que era el marco perfecto para iluminar y charlar o contar las historias y hablar de los temas que nos interesaban como jóvenes. Era curioso, pero hablábamos de muchos y variados tópicos, lo que sin duda nos enriquecía más.

Teníamos el acuerdo de turnarnos por horas  para hacer vigilia y supuestamente cuidar que no llegara alguna persona o algún animal. La verdad es que llegaba un momento en que el sueño nos vencía y declinábamos todos en esa tarea.

Pero además de la alegría de poder disfrutar del calor del fuego cercano y de la música, también eran inevitables momentos de silencio, cuando cada uno se quedaba alimentando la fogata. Era entonces que surgía un diálogo diferente, cuando el crepitar de la madera nos invitaba a dar vuelo a la imaginación y encontrar sonidos y figuras en el fuego. Esa breve locura del vínculo entre uno y la fogata se guardaba en la intimidad, y considero que era una probadita de la magia de disfrutar de una noche estrellada que nos permitía abrazar la maravillosa oportunidad de algo que no era cotidiano para nosotros y que siempre lograba sorprendernos cada vez.

En los años recientes han sido muy pocas las oportunidades de estar solo frente al fuego y escuchar la azarosa historia que una fogata nos comparte para mantener activa esa magia que solemos abandonar conforme nos hacemos mayores pero que cuando la vivimos volvemos de nuevo a la juventud. Al final, siempre era una condición apagar el fuego y dejar el círculo de piedra como un mudo testigo de esas noches diferentes en este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

@GerardoProal

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