Finalmente, tras casi mes y medio de espera, jaloneos, dimes y diretes, se resolvió la elección presidencial en los Estados Unidos. Para sorpresa de nadie fuera de EU, pero sí para malestar e indignación de decenas de millones de sus partidarios, Donald Trump fracasó en su intento por reelegirse y tendrá que dejar la Casa Blanca el próximo 20 de enero. Pero no se irá con las manos vacías: se lleva una poderosa y altamente motivada base de partidarios, un partido Republicano atemorizado e intimidado por él, cuyo liderazgo demostró estar dispuesto a llegar a los máximos niveles de la ignominia con tal de complacer, o de no irritar, al todavía presidente. Y se marchará habiendo causado un daño profundo y muy probablemente duradero a la credibilidad de las instituciones y prácticas democráticas en su país.

Joseph Biden llega, paradójicamente, como el gran vencedor y también como uno de los más graves heridos de la contienda. Si las combinadas debacles económica y salud pública fueran poco; si no bastara el enorme desafío de recomponer alianzas maltrechas en Europa y Asia y tratar de contener a sus dos rivales históricos, China y Rusia, ahora más empoderados que nunca; Biden enfrenta un reto sin precedentes en la historia moderna de los Estados Unidos: afirmar las vapuleadas instituciones, tender puentes con un segmento del electorado y la clase política que se declararon en franca rebelión y que dudan de su legitimidad (como botón de muestra, el 77% de los votantes de Trump consideran que la elección fue fraudulenta), y al mismo tiempo mostrar carácter y firmeza en defensa de la legalidad y la democracia sin romper el hoy frágil tejido político social.

En este muy desafortunado entorno es que deben encajar las demás relaciones estratégicas de los EU, y una de ellas es indudablemente la que tiene con su vecino del sur, es decir con nosotros, México. Un tanto descuidada y desatendida pero al mismo tiempo de una gran intensidad y dinamismo, la bilateral México-Estados Unidos requiere de atención urgente tras el desgaste acumulado durante lustros en los que se dejó un poco a la inercia para luego entrar a la sala de terapia intensiva a la llegada de Trump a la Casa Blanca. Hoy ambos países tienen que poner mucho de su parte si es que se quiere retomar el concepto de una comunidad de América del Norte que trascienda lo meramente comercial, migratorio y criminal.

Lograrlo requiere un relanzamiento de la relación, un “reset” que involucre a los ejecutivos y legislativos, a gobiernos estatales, al sector privado, al social, a la academia. Para ello no es indispensable la buena interacción entre ambos presidentes, pero indudablemente sin ella todo se vuelve mucho más difícil de alcanzar.

Por ello me ha sorprendido el tono un tanto frío y distante de la carta de felicitación del presidente López Obrador al que muy pronto será su contraparte en Washington. Ya se ha hablado mucho de si debió o no darse más pronto la felicitación, ahora entraremos al terreno del tono que prevalecerá en la comunicación entre ambos. Y siendo, como lo es, un gran comunicador (quien lo dude solo vea cómo logró ganarse, a golpe de misivas y llamadas, el buen ánimo de Trump) llama la atención el aparente poco empeño de López Obrador por entablar un diálogo un tanto más cordial y sustantivo con Biden que lo que el simple protocolo ordena.

Las cartas, como las golondrinas, no hacen verano, pero sí sirven para marcar distancia o cercanía, frío o calidez. Y si queremos salir del congelador en que está metida nuestra vecindad, más le vale a ambas partes subir un poco la temperatura.

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