Por años, los centros públicos de investigación de Conacyt han funcionado con altos márgenes de discrecionalidad, escudándose detrás de su autonomía. Sus autoridades toman decisiones, supuestamente con base en reglas establecidas, aunque se permiten interpretarlas de forma altamente subjetiva. Varios centros funcionan como cajas negras en la que todo eso que sus académicos exigen hacia afuera —legalidad, transparencia, respeto a los derechos— puede vulnerarse fácilmente.

Habiéndome incorporado a uno de estos centros hace dos años —el reputado Instituto Mora—, recientemente fui objeto de una suerte de juicio sumario que llevó a mi expulsión de facto, luego de un proceso en el que no se siguieron estándares mínimos de imparcialidad y legalidad. A nombre de quienes no tienen un espacio como este es que quiero exponer mi caso.

La 4T ha generado un inmenso malestar entre muchos académicos —especialmente en los centros Conacyt— como resultado de los recortes en sueldos, personal y prerrogativas. No se necesita mucha destreza para darse cuenta que me ha tocado pagar por ese malestar, y ser el chivo expiatorio de cierto ánimo revanchista. Tampoco para darse cuenta que esa expulsión tiene mucho que ver con mi participación pública en medios de comunicación (en una institución en la que sus académicos están poco acostumbrados a ser parte de los debates públicos en los medios, incluso les asusta).

El hecho es evidente porque en varias ocasiones a lo largo de este año se me llamó la atención por desempeñar actividades fuera de la institución, a pesar de que la norma del Mora permite a sus investigadores llevarlas a cabo, siempre que no se exceda determinado número de horas. El problema, en mi caso, es que esas actividades eran públicas y notorias y no empataban con su idea de “compromiso institucional” y su visión de lo que implica ser un “académico”.

Abusos como el que me ha tocado vivir recientemente se cometen todo el tiempo en los centros de investigación, donde independientemente de lo que establecen los estatutos, las autoridades toman decisiones a partir de filias, fobias y grillas, sin que existan muchas veces mecanismos para defenderse.

A pesar de que la decisión de otorgar o no la definitividad a un investigador debe cumplir una serie de formalidades legales, resulta sencillo sesgar y preorientar el proceso. Eso fue exactamente lo que ocurrió en mi caso, con el agravante de que en ninguna etapa se me permitió siquiera ejercer un derecho de audiencia para desmentir las acusaciones que se me hicieron.

Solo al final de este “indebido proceso” me permitieron acceder a mi propio expediente (al cual se añadieron, a mis espaldas, documentos de dudosa veracidad), pudiendo comprobar el tipo de irregularidades cometidas. Para entonces, sin embargo, la decisión era irreversible por ser de carácter inapelable. Me pregunto qué dirían ciertos académicos si actos de ese tipo fueran cometidos por los poderes públicos.

La decisión de otorgar o no una definitividad académica en el Mora no es algo subjetivo: se lleva a cabo de acuerdo a un estatuto. Según el nuestro, lo que se evalúa es el trabajo académico sustantivo. En mi caso, a pesar de haber escrito un libro de 350 páginas, resultado de una amplia investigación elaborada en cuatro países durante casi dos años, los comités ni siquiera comentaron su contenido, pertinencia académica o utilidad social.

Todo este episodio puede servir para reflexionar, en primer lugar, sobre la forma en que proceden los órganos decisorios en los centros de investigación, el papel de los investigadores en la sociedad y, desde luego, las tareas pendientes en materia legislativa. No estaría mal repensar los alcances de una autonomía que impide que las decisiones de los centros de investigación puedan ser revisadas por otras instancias, como es el propio Conacyt, y contemplar la creación de un defensor de los derechos de los investigadores.

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