Nació en Queens y vive en la Quinta Avenida de Nueva York, y ahora reside temporalmente en el corazón de la capital de su país. Sus edificios pululan por ciudades de diversos continentes. Pero Donald Trump está en campaña abierta contra las grandes ciudades. Caracterizándolas como focos de alta criminalidad y santuarios para inmigrantes peligrosos, este ataque forma parte de un esfuerzo de polariza y vencerás para —camino a las urnas en 2020— motivar a su base de voto duro, mayoritariamente rural y blanco, y suprimir el voto urbano. Pero más allá de buscar replicar esta estrategia que en 2016 le llevó a la Casa Blanca, la brecha —política, económica, social y cultural— que existe entre regiones metropolitanas del país y suburbios más alejados y zonas rurales se yergue como una de las fallas tectónicas más importantes no solo para la próxima elección presidencial, sino para el futuro político de EU y otras naciones.

La polarización urbana-rural se ha vuelto particularmente aguda, arraigada y hostil en EU, y también particularmente desigual en sus consecuencias socio-económicas. Durante las décadas de 1960 y 1970, la clase alta huyó de las grandes ciudades para escapar del crimen y deterioro urbano. La mayoría de las ciudades se encontraban en un fuerte declive fiscal y muchos de sus centros urbanos se convirtieron en guetos raciales. Pero luego vino un proceso a la inversa. Hoy, la gran mayoría de sus ciudades son polos de atracción para sectores sociodemográficos con recursos, marginando a los suburbios a quienes menos tienen. La tasa de homicidios ha disminuido considerablemente en la mayoría de las grandes ciudades estadounidenses en el transcurso de la última generación, mientras que ha aumentado en zonas suburbanas; la crisis de los opiáceos, por ejemplo, ha pegado sobre todo en zonas rurales. Los elevados valores en bienes raíces están convirtiendo a las metrópolis más grandes del país —y del mundo— en áreas amuralladas de las élites cosmopolitas y la clase creativa, y generando a su vez polarización de valores.

En un estado como Oregon, se ven automóviles con porta-bicicletas al lado de autos con parrillas para escopetas y rifles de caza, o en corazones urbanos europeos las tensiones entre planes para mitigar emisiones reduciendo el uso de automóviles y el rechazo que ello genera en zonas suburbanas o rurales, como ha sucedido en Francia con los llamados “chalecos amarillos”. Mientras que los de la generación del milenio son nativos digitales, los de generación del “baby boom” son nativos mecánicos. Para los primeros, el principal símbolo de libertad personal es el teléfono móvil; para los segundos, es el automóvil. Y a menudo, aquellos tienen más en común con los habitantes de las grandes ciudades de otros países que con sus vecinos suburbanos o rurales, y comparten valores liberales e identitarios trasnacionales.

Una de las grandes paradojas del siglo 21 es que las ciudades —y las conexiones entre ciudades— parecen ofrecer las soluciones más visionarias a muchos de los problemas que enfrenta el Estado-nación. Pero en ese éxito y esa centralidad de la ciudad y de quienes habitan en ella radica también una de las fisuras políticas más relevantes de nuestro momento: la nueva segregación económica e ideológica entre urbe y campo. En momentos en que mayor y mayor poder reside y se concentra en ciudades —convertidas éstas en verdaderos laboratorios de políticas públicas, cortando nudos gordianos y desatascando problemas que la mayoría de los gobiernos nacionales parecen incapaces de resolver— esta tensión y hendedura política-electoral entre zonas urbanas y rurales solo tenderá a profundizarse. Cómo se dirima y se articule un paradigma nacional que incluya dos realidades —grandes metrópolis y el resto— que caminan a contrapelo será determinante no solo para lo que ocurra en y a partir de 2020 en EU, al igual que para el futuro de sociedades abiertas en muchas otras partes del mundo; definirá dónde residen el poder y la responsabilidad pública en la sociedad moderna.

Consultor internacional

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