Cualquier actividad humana, sin importar su complejidad, su duración o planificación, se encuentra sujeta a imponderables que, bajo ciertas condiciones, pueden provocar que no se logre el éxito o resultado esperado. Más aún, cuando el involucramiento de más seres humanos forma parte de la actividad misma, la probabilidad de fracaso se incrementa, incluso exponencialmente.

Históricamente el fracaso ha sido considerado como negativo en el devenir humano; fracasar puede ser considerado nefasto y sumamente rechazado. Según la RAE, un fracasado se define como “...adj. dicho de una persona: desacreditada a causa de los fracasos padecidos en sus intentos o aspiraciones”, es decir, fracasar es la antesala de la desacreditación y hasta del escarnio público a veces.

Para otras culturas y entornos, fracasar es sinónimo de valentía, tenacidad, coraje y resiliencia; es del mismo modo sinónimo de madurez, de emprendimiento y de autogestión. Para muchos de nosotros fracasar ha sido un estigma que, desde el seno familiar, se inculca como algo que debe evitarse a toda costa. En Silicon Valley, una de las capitales mundiales del emprendimiento y desarrollo tecnológico, se aprecia sobremanera el fracaso, ejemplo de ello es que cuando se analiza la viabilidad de un proyecto para recibir apoyo financiero, es auscultado, a detalle, el historial de fracasos del emprendedor que promueve el proyecto, y si existen proyectos que al final se encuentran empatados técnicamente, el emprendedor ganador es aquel que más fracasos ha tendido en su trayecto emprendedor. Esto es llevar la apreciación del fracaso a la acción y al crecimiento.

Este martes #DesdeCabina, decidí traer a la reflexión la importancia, no de aprender a fracasar, sino de apreciar el cúmulo de experiencias que vienen con el fracaso. Además de indicarnos el camino que no es, el equivocarse en general nos acerca a un conocimiento personal más enriquecedor; sobreponerse al infortunio por haberse equivocado, es una experiencia reconfortante y revitalizadora, es como prender una vela después de haber permanecido largo rato sin iluminación, es como retomar el camino que nos lleva al destino deseado cuando uno se ha extraviado en veredas y caminos desconocidos, es como crecer, a veces doloroso, pero al final siempre se sale fortalecido. Michael Jordan, en uno de sus más grandes textos motivacionales describe “... he fallado más de 9000 tiros en mi carrera, he perdido más de 300 juegos, he fallado 26 veces el tiro final que nos podía haber dado la victoria; he fallado una y otra y otra vez en mi vida. Y es por eso que he tenido éxito”. Fracasar es el alimento de la resiliencia y sobre todo es una lección, que bien aprendida nos prepara para crecer, para proyectarnos más allá de los propios límites, allanando el camino para emprendimientos de mayor envergadura.

Reconozco que he fracaso más de lo que podría recordar, pero también he construido más de lo que podría haber imaginado, si no hubiera vivido los tropiezos que hoy atesoro y que incluso recuerdo con cierta nostalgia. Me encantaría que muchas personas más vivieran el fracaso, desde una óptica más natural, más común, menos aterradora, y sobre todo, más constructivista, sí, así como la describen Piaget y Vygotski, como un elemento mas de un proceso de aprendizaje interactivo, permanente e iterativo, que invita a las personas a construir su conocimiento y experiencias. Seriamos otro país, si atesoráramos el fracaso.

Rector de la UNAQ
@Jorge_GVR

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