Gobernadores de todo el país, de todos los partidos, recibieron en los meses recientes un amago dictado desde las secretarías de la Defensa y de Gobernación, en el sentido de que, si no presionaban la aprobación de la Ley de Seguridad Interior que se debatió por años, quedarían en suspenso a partir del 31 de diciembre los acuerdos para la participación militar en asuntos de seguridad pública.

Este proceso fue reforzado por un cabildeo personal de los titulares de las fuerzas armadas, el general Salvador Cienfuegos, de la Defensa, y Vidal Francisco Soberón,  que asignaron un notorio activismo al general Alejandro Ramos, jefe de la Unidad de Asuntos Jurídicos de la Sedena. Se trata de un sector que exhibe importantes reacomodos internos, por ejemplo en la promoción de una insólitamente grande generación de nuevos generales y la modificación de cargos en la Defensa, cuando ya parece estar a la vista un nuevo equipo en Los Pinos en 2018.

Con estos antecedentes como parte de un complejo telón de fondo, la iniciativa respectiva fue aprobada el jueves en Cámara de Diputados, y se prevé que el Senado haga lo propio en la avalancha de votaciones que caracterizan a la Cámara Alta  antes de cada fin de periodo de sesiones.

La adicción de los militares
La adicción de los militares

El tema configura un rompecabezas, cada una de cuyas partes explica una fracción de la tragedia que es la crisis de seguridad en el país, la más grave desde que existen registros. Y a la vez, el peor fracaso, la promesa menos consumada de la administración Peña Nieto.

El articulado de la nueva ley ha sido objeto de muchas impugnaciones, pero en el mismo asoman dos tendencias que no acaban de ser reconocidas, ambas muy peligrosas y que convergen en el mismo eje: la adicción de los actores hacia el actual estado de cosas. Una autoridad civil incompetente para crear policías estatales y federal capaces de contener el fenómeno de la violencia criminal, y una casta militar, en el Ejército y en la Marina, apegada a un modelo que la dota de enorme poder pero que le impone un delicado desgaste, en materia de responsabilidad jurídica (lo que atiende la nueva ley), en costo social y lo más alarmante, en corrupción de sus mandos.

Un botón de muestra de lo que hoy ocurre es el gobierno de Tamaulipas, que experimentó una alternancia partidista tras más de 80 años de gobiernos del PRI. Los nuevos funcionarios  encontraron que financiar la participación militar en seguridad en el estado supone un gasto anual cercano a los 600 millones de pesos, muy superior a lo que costaría renovar a todos los cuerpos policiacos de la entidad.

En condición similar se halla el resto de los estados con mayores índices de inseguridad, de acuerdo con cifras de agencias federales consultadas por este espacio. Por su parte, fuentes de gobiernos estatales aseguraron que el irregular, casi impredecible flujo de participaciones federales por parte de la Federación impone en el pago errático de sueldos a cuerpos de seguridad, lo que los torna en presa fácil de las mafias, como ocurrió en el pasado incluso con la fuerza de élite militar denominada GAFE, mal pagada y finamente cooptada por bandas del narcotráfico, lo que derivó en la formación original de Los Zetas.

Parecemos estar ante un círculo vicioso en el que los gobernadores no encuentran incentivos para cambiar el modelo y, en consecuencia, el gobierno federal y las fuerzas armadas asumen que ello no tiene remedio y se preparan para diseñar un modelo permanente que, sin embargo, ya demostró ser inútil, peligroso y crecientemente expuesto a casos de corrupción.
En el ámbito federal las cosas no parecen ir mejor. Mientras que las policías Ministerial, que depende de la PGR, o la Federal Preventiva, del Consejo de Seguridad Nacional y la Secretaría de Gobernación, no han visto crecer el número de sus miembros  en la presente administración, los efectivos militares aumentaron casi en 25 mil.

Con ello se autocumple la profecía de que nos hallamos en un laberinto lleno de víctimas de una adicción de la que nadie parece querer ser curado.

APUNTES: Juan Díaz, colocado al frente del SNTE tras el encarcelamiento de Elba Esther Gordillo en 2013, sabe que un líder prevenido sobrevive por dos. Su mandato concluye en octubre del próximo año, pero el señor Díaz maniobró para adelantar a febrero una asamblea donde planea reelegirse. No vaya a ser que el próximo Presidente de la República lo vaya a ver con malos ojos. El cálculo puede contener algo de maldad, pues el día 13 de ese mes se cumplirán cinco años de la detención de la señora Gordillo, cuyos abogados llevan casi dos reclamando para ella prisión domiciliaria, sin éxito.

rockroberto@gmail.com

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