Cuando los años pasan su factura al alma y al cuerpo, buscamos a los amigos de la juventud no sólo para recordar los momentos vividos en su compañía, sino porque ellos fueron testigos de nuestra belleza juvenil y compartieron con nosotros tesoros invaluables como la elasticidad de los músculos, la agilidad de la mente, la rapidez de respuesta a una broma y la sensación de enamorarse por vez primera. Su mirada nos devuelve al joven que fuimos. En sus ojos, por algún artilugio mágico, seguimos siendo los estudiantes flacos de cabello largo con libros de Álgebra bajo el brazo.

Ellos tienen en la memoria nuestras frases de entonces, el brillo de la mirada con que veíamos el mundo que estaba ahí, al alcance de la mano, como si los sueños pudieran tornarse en realidades tan firmes como nuestros pasos. Por eso amamos a quienes fueron los compañeros de parranda, a los que escucharon nuestras confesiones, nos ayudaron en la toma de decisiones fundamentales y estuvieron presentes en noches que se volvieron madrugadas, mañanas que sin darnos cuenta fueron atardeceres, iluminadas nuestras cabezas por las luces de la ciudad o el sol radiante.

Nuestro pasado no es solo nuestro. Lo que hemos vivido pertenece a una generación, a la familia, a ese grupo pequeño de amigos íntimos que sin dudar nos donarían un riñón, firmarían un documento bancario, serían testigos de nuestra boda o nos cuidarían al cachorro para irnos a un viaje. Roberto Juarroz, poeta argentino, escribió el poema “Cada uno tiene su pedazo de tiempo”, del que he sacado estos versos: “Cada uno tiene / su pedazo de tiempo / y su pedazo de espacio, / su fragmento de vida / y su fragmento de muerte. // Pero a veces los pedazos se cambian / y alguien vive con la vida de otro / o alguien muere con la muerte de otro. // Casi nadie está hecho / tan sólo con lo propio”.

Por formar parte de un grupo humano que estaría incompleto sin nosotros, seguimos sintiendo cariño por los amigos de la adolescencia aunque la vida nos separe. Gozamos cada minuto en que los volvemos a ver, porque revivimos el tiempo en que no teníamos cuenta de cheques ni debíamos contribuciones a Hacienda, no habíamos comprado el primer automóvil y sin embargo nos sentíamos ricos. Éramos millonarios en afecto, teníamos para vivir muchas décadas por delante.
Hay quienes no lo hacen. No aprovechan el tiempo para alcanzar los momentos de felicidad que les fueron destinados. Jorge Luis Borges, el inmortal argentino, presta su voz poética a estos seres y dice: “He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer. No he sido / feliz. Que los glaciares del olvido / me arrastren y me pierdan, despiadados. / Mis padres me engendraron para el juego /arriesgado y hermoso de la vida, / para la tierra, el agua, el aire, el fuego. / Los defraudé. No fui feliz. Cumplida / no fue su joven voluntad. Mi mente / se aplicó a las simétricas porfías / del arte, que entreteje naderías. / Me legaron valor. No fui valiente. / No me abandona. Siempre está a mi lado / la sombra de haber sido un desdichado”.

Por último, quiero citar al gran poeta modernista, nacido en la ciudad de Nicaragua que ahora lleva su nombre. Rubén Darío escribió sobre los amores de juventud: “En sus brazos tomó mi ensueño / y lo arrulló como a un bebé… / Y te mató, triste y pequeño, / falto de luz, falto de fe… // Juventud, divino tesoro, / ¡te fuiste para no volver! / Cuando quiero llorar, no lloro… / y a veces lloro sin querer...”

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