En el acto 5 de Macbeth, William Shakespeare escribió: “Life... is a tale told by an idiot, full of sound and fury, signifying nothing.” Es decir: “La vida es un relato contado por un idiota, lleno de ruido y furia que no significa nada”.

Muchos sabios y autores han advertido sobre la fragilidad de la existencia humana. Hoy vivimos, mañana nos marchamos y la enorme mayoría no trasciende más allá de la aldea a la que han dedicado sus afanes, la tierra que han labrado y su aportación al desarrollo de la comunidad. Al terminar la ceremonia del adiós, los deudos vuelven poco a poco a la rutina. Nacen los niños que traen consigo la alegría mientras los jóvenes inician proyectos que atrapan la atención de los seres queridos. Las esperanzas se renuevan. La muerte se olvida.

Hay quienes no se resignan a concluir este ciclo. No quieren morir. Son los enamorados de la vida, los que disfrutan de su trabajo, los que aman a sus familias y amigos, los que cantan mientras cocinan, los que se levantan cada día a trabajar con gusto y los que dedican sus esfuerzos a abatir las enfermedades que vienen con la vejez.

Hace ya algunos años que varios magnates de las comunicaciones han dedicado enormes sumas a lo que llaman “extensión de la vida”, que tiene como objetivo final la trasmisión de los conocimientos de una persona a una computadora. Es decir, que todo lo que usted piensa, siente y vive, las experiencias que tiene almacenadas en la memoria, las emociones que le han estremecido, los balbuceos tempranos de sus hijos, la imagen de su madre, su gusto por las zanahorias o el vino Merlot, todo eso, se pueda pasar a una computadora que alargue su presencia en el mundo, con quien se logre una interacción post-mórtem. Una máquina que diga lo que usted habría dicho, muchos años después de su partida.

La gigantesca empresa Google lleva años experimentando con la extensión de la vida a través de Calico, una compañía independiente, con un presupuesto de 1.5 mil millones de dólares, en un centro de investigación de San Francisco, para lograr “terapias de mejora de vida para personas con enfermedades relacionadas con la edad”. Sus estudios aportarán sin duda mucho a la medicina del siglo XXI. Bill Maris, presidente de Google Ventures, un neurocientífico de 40 años que luce mucho más joven, maneja un fondo de $425 millones de dólares en el año 2016 para la investigación que conduzca a la extensión de la vida mediante un envejecimiento lento, que evite las enfermedades.

La compañía Human Longevity Inc, de Peter Diamandis, así como el futurista Ray Kurzweil, autor de un libro fundamental titulado The Singularity is Near: When Humans Transcend Biology, pretenden alargar la vida en su mejor momento: cuando el ser humano ya tiene desarrollada su inteligencia y ha hecho acopio de conocimientos. Se trata de evitar, en lo posible, el deterioro neuronal que lleva a la pérdida de la memoria o de habilidades para la vida. En el fondo, también, se trata de alcanzar la inmortalidad.

Somos inmortales cuando el producto de nuestro trabajo trasciende. Los hombres y mujeres que han trascendido a lo largo de milenios alcanzan un centenar: Alejandro Magno, Napoleón, Cleopatra, Marie Curie, Juana de Arco, Sócrates, Homero, Aristóteles, Kennedy, Gandhi, Roosevelt, Edison, Einstein, Chaplin, Miguel Ángel Buonarroti, Leonardo da Vinci... usted añada los nombres de autores, sabios, filósofos, inventores, científicos, artistas o gobernantes que le vengan a la mente. Quienes han cambiado la historia de los pueblos son inmortales. También, claro, los padres de familia trascienden en sus hijos, los escritores en sus libros, los arquitectos en sus edificios. Pero la inmortalidad va más allá.

Bill Gates, que ha dejado un legado importante en la tecnología y las comunicaciones, declaró: “La noción que tienen algunos multimillonarios de buscar la inmortalidad es egoísta, cuando el mundo todavía sufre malaria y tuberculosis”. Este magnate prefiere dedicar su fortuna a la creación de mejores sistemas de drenaje y agua potable en los países menos desarrollados. No le falta razón.

Yo veo a mis hijos y encuentro en su mirada, sus palabras y sus gestos la presencia de mis padres y de mis suegros. Si hubiera conocido a mis bisabuelos y los recordara, quizá encontraría también su rastro genético en mi descendencia. Tengo la esperanza de ser abuela algún día. Con que mis nietos me recuerden, me basta. Esa será mi trascendencia.

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