El mundo en que vivimos es frágil y su fragilidad nos puede hacer añicos. Mientras los seres humanos nos preciamos de crear, inventar y desarrollar proyectos inverosímiles, la naturaleza puede destruir esas obras en unos minutos.

Al iniciar el 2020, Australia se convierte en pasto del fuego: seis millones de hectáreas calcinadas y cerca de 500 millones de animales muertos, además de 25 personas en el momento en que esta columna se publica, han sido las víctimas de la sequía, los fuertes vientos y la falta de lluvias.

Todavía hay a nuestro alrededor personas de mente cerrada, ciegas ante el infortunio, incapaces de establecer una relación entre sus acciones irresponsables y el calentamiento global. Sin embargo, al vivir una experiencia devastadora la mente comprende y se forma la conciencia.

Mi familia y yo vivimos en Santa Bárbara, California, muy cerca de los lugares afectados por cuatro incendios. El recuerdo de las llamas todavía me estremece.

Aquella tarde de 2007, salí de un salón luego de escuchar una estupenda conferencia dada por mi amiga Laura Montgomery. Al caminar al estacionamiento miré la danza de los árboles y sentí en el rostro la fuerza del viento caliente, mientras un resplandor de llamas iluminaba la cima del cerro llamado Montecito.

Los vientos de Santa Ana vienen del desierto Mojave y la Gran Cuenca que se forma entre la Sierra Nevada y las Montañas Rocosas. Su velocidad media es de 65 kilómetros por hora, pero pueden alcanzar magnitudes de huracán.

Las casas de Santa Bárbara que se quemaron del piso al techo atesoraban miles de objetos valiosos, desde cuadros y esculturas hasta equipos de alta tecnología. Antigüedades, tapices y cortinas gruesas, maderas finas. Hay que imaginar lo que esas familias han reunido en décadas, y luego multiplicar esa cantidad por más de doscientos. Todo desapareció, como escribiría Jorge Manrique: “Allí van los señoríos, derechos a se acabar y consumir”.

Nueve edificios de la universidad se perdieron: dormitorios, laboratorios, salones de clase. Catorce casas de profesores fueron consumidas por las llamas: muebles, libros, fotografías de los abuelos, documentos de familia. Todo se redujo a cenizas. El dolor producido por esta devastación dura muchos años. Las pérdidas son irremediables. Fui parte de la comunidad consumida por la impotencia. Sentí esta tragedia en mi propia piel.

José Emilio Pacheco, gran escritor mexicano de la Generación de medio siglo XX, escribió “Contraelegía”, un poema que dice: “Mi único tema es lo que ya no está / y mi obsesión se llama lo perdido. / Mi punzante estribillo es nunca más / y sin embargo amo este cambio perpetuo / este variar segundo tras segundo / porque sin él lo que llamamos vida /sería de piedra”.

En 1933, Xavier Villaurrutia, miembro de Los Contemporáneos, publicó una serie de poemas de la cual escojo para usted un fragmento del “Nocturno en que nada se oye” que juega con las palabras de una manera magistral: “Y mi voz ya no es mía / dentro del agua que no moja / dentro del aire de vidrio / dentro del fuego lívido que corta como el grito. / Y en el juego angustioso / de un espejo frente a otro / cae mi voz / y mi voz que madura / y mi voz quemadura / y mi bosque madura / y mi voz quema dura / como el hielo de vidrio / como el grito de hielo”.

Este poema, al ser leído, requiere de una voz quemadura.

José María Hinojosa, poeta español de la Generación del 27, parece responder a Villaurrutia con “El fuego calcina nuestras carnes”, que dice: “Este brazo de fuego / quemaba mi costado / recubierto de brotes / plenos de savia verde / cuando tu cabellera / fue de piedra en el viento / y mis sueños se abrían / en pétalos de carne”.

Cierro estas líneas con palabras de Pacheco, de su poema “El reposo del fuego”, que tiene una estrofa profética: “Y el reposo del fuego es tomar forma / con su pleno poder de transformarse / fuego del aire y soledad del fuego / al incendiar el aire que es de fuego. / Fuego es el mundo que se extingue y prende / para durar (fue siempre) eternamente”.

Quisiera desearle una existencia libre de incendios, querido lector. Es imposible. A lo largo de la vida tenemos que sufrir el golpe del viento cargado de proyectiles en llamas. Lo que deseo para usted es la capacidad de enfrentarlos.

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