Es uno de los males de nuestro tiempo. La vida contemporánea nos incita al frenesí, a desear cambios y querer que se cumplan de inmediato. El cerebro del ser humano que habita las grandes ciudades desea que el ritmo de los acontecimientos se acelere para cumplir nuestros antojos o cambiar la realidad a nuestra medida.

Sin embargo, ese deseo es una distorsión: no pensamos en forma racional o sensata al querer que las circunstancias obren en favor nuestro.

El gran poeta peruano César Vallejo escribió: “Es de madera mi paciencia / sorda, vegetal // Día que has sido niño puro, inútil, / que naciste desnudo, las leguas / de tu marcha van corriendo sobre / tus doce extremidades, ese doblez ceñudo / que después deshiláchase / en no se sabe qué últimos pañales”.

Todos los procesos tienen su lugar y hora. La maduración de las ideas toma tiempo. Hay que recordar a Renato Leduc: “Sabia virtud de conocer el tiempo. / A tiempo amar y desatarse a tiempo / como dice el refrán, dar tiempo al tiempo. / Que de amor y dolor / alivia el tiempo”.

La impaciencia no tiene cura y es inútil. No sirve de nada. Se alimenta a sí misma como la serpiente que se muerde la cola.

No solo eso. Nos afecta en la medida en que nos hace sentir impotencia ante los hechos que requieren la unión de varios factores. Como decía el sabio Ortega y Gasset, “Yo soy yo y mis circunstancias”. Muchas veces, sin embargo, las circunstancias nos rebasan. No están bajo nuestro control.

Alfonsina Storni, poetisa argentina, escribió: “Ten paciencia, mujer que eres oscura: / algún día, la forma destructora / que todo lo devora / borrará mi figura. // Se bajará a mis libros, ya amarillos, / y alzándola en sus dedos, los carrillos, / con un modo // de gran señor a quien lo aburre todo, / de un cansado soplido / me aventará al olvido”.

Cuando nos invade la impaciencia, dice Borja Vilaseca, es “como si nos tomáramos un vasito de cianuro, vertiendo veneno sobre nuestra mente y nuestro corazón”.

A lo largo de la historia el hombre ha tenido prisa. Los grandes pensadores han reflexionado mucho sobre el tema. San Agustín de Hipona, doctor de la Iglesia, declaró en sus Confesiones:

“Deseamos ser felices aun cuando vivimos de tal manera que hacemos imposible la felicidad”.

A veces despertamos de madrugada con la prisa instalada en la piel. Si pudiéramos transportar el cuerpo sin problemas de inmediato al lugar de la junta o conferencia y al hacerlo reuniéramos a todos los invitados sin importar sus propios ritmos, quizá lo haríamos.

La única manera de enfrentar este mal de nuestro tiempo es la reflexión. Aprender a controlar nuestra mente, preparar el escenario de nuestras acciones, fortalecer la empatía, ponernos en el lugar del otro y gozar de los placeres que nos son dados.

Muchos momentos de auténtico gozo se derivan de ese ejercicio de paciencia.

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