La hostilidad que atraviesa el escenario político pareciera invitar a la ciudadanía a retirarse del debate público y dejar el campo libre a los “profesionales” en esta materia. En realidad, se trata de una estrategia dirigida a controlar el debate y las decisiones por parte de las élites políticas, económicas, intelectuales y mediáticas. Me explico.

Generar la narrativa de que estamos ante un país polarizado es útil para responsabilizar a alguien de la situación que acontece. Siempre será más fácil crear un “chivo expiatorio” para depositar en él todo aquello que provoque incertidumbre o miedo, en lugar de reconocer que la creciente desigualdad que atraviesa a la población mexicana es la causa fundamental de la confrontación social.

Al mismo tiempo, esta narrativa envía la señal de que una conversación pública en la que se expresan puntos de vista opuestos es negativa. Y, deja en el aire la percepción de que las cosas estarían mejor si las decisiones continúan tomándolas los mismos de siempre.

Hasta hace muy poco, los grupos de poder incrustados en los gobiernos electos tomaban las decisiones a espaldas de la ciudadanía. Quizá, por eso se resisten a la práctica de “hacer la vida pública, cada vez más pública”, lo que supone exponer abiertamente los acuerdos tomados por el poder ejecutivo, legislativo y judicial.

Cuando se identifican el debate público y la polarización social como prácticas equivalentes, en el fondo se trata de promover una especie de “anestesia social” que produzca desinterés en la población por conocer los pactos mediante los que se beneficia al 1% de los mexicanos que acaparan el 43% de la riqueza nacional, según los últimos datos ofrecidos por Oxfam.

La lógica de este discurso se reproduce geométricamente en toda la estructura social. Encontramos amplios sectores de la población aprobando la gramática de políticos que invitan a neutralizar la conversación pública, mediante figuras retóricas como el “diálogo”, que terminan dejando al margen a la ciudadanía para derivar en negociaciones que solamente favorecen a las élites.

Desmontar el mito creciente que estigmatiza la polarización social implica movilizar los recursos simbólicos de la tradición democrática. Se trata de que los principios de libertad e igualdad se vuelvan efectivos en las relaciones sociales existentes.

Mediante el lenguaje de la democracia expresado en el espacio público, la ciudadanía es capaz de articular sus protestas y demandas. En este proceso, muestra que el poder, el conflicto y la división son principios constitutivos de lo social y parte fundamental del ejercicio democrático. No se trata de sustituirlos por la retórica del diálogo en el que terminan hablando siempre los mismos, ni tampoco de eliminarlos, sino de constituir formas de poder más compatibles con los valores democráticos.

El pluralismo y el conflicto son lo específico de la democracia moderna. Intentar eliminarlos es una forma autoritaria de imponerse sobre los derechos de los otros, de silenciar a quienes piensan y actúan distinto, de limitar la democracia al voto electoral. Baste recordar el reclamo de los “Indignados” en España: “Tenemos voto, pero no tenemos voz”.

Doctorada en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM y Posdoctorada por la Universidad de Yale

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