Todos hemos pasado alguna vez varios días encerrados en una habitación sin ventanas, con la mente concentrada en horarios de medicinas, niveles de dolor, comida en bandeja y la dificultad de emprender las mínimas acciones cotidianas.

Usted sabe de lo que hablo. Ninguna familia se salva de accidentes. El cuerpo es una máquina vulnerable, una compleja estructura de tejidos, un edificio que lleva ríos de sangre, una mente expuesta a cambios de ánimo.

La chilena Gabriela Mistral, ganadora del Premio Nobel en 1945, describió su experiencia con estas estrofas: “Detrás del muro encalado / que no deja pasar el soplo / y me ciega de su blancura, / arden fiebres que nunca toco, / brazos perdidos caen manando, / ojos marinos miran, ansiosos. // En sus lechos penan los hombres, / metales blancos bajo su forro, / y cada uno dice lo mismo / que yo, en la vaina de su sollozo”.

Jaime Sabines, el gran poeta de Chiapas, escribió una de sus obras cumbres, “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”, inspirado en la enfermedad letal de su padre. El autor explicó más tarde la escritura de estos versos, que se fueron gestando en el hospital, mientras caminaba arriba y abajo los interminables corredores: “Necesitamos despertar para estar más despiertos / en esta pesadilla llena de gentes y de ruidos. / Tú eres el tronco invulnerable y nosotros las ramas, / por eso es que este hachazo nos sacude. / Nunca frente a tu muerte nos paramos / a pensar en la muerte, / ni te hemos visto nunca sino como la fuerza y la alegría. / No lo sabemos bien, pero de pronto llega / un incesante aviso, / una escapada espada de la boca de Dios / que cae y cae y cae lentamente / y he aquí que temblamos de miedo, / que nos ahoga el llanto contenido, / que nos aprieta la garganta el miedo. // Nos echamos a andar y no paramos / de andar jamás, después de medianoche, / en ese pasillo del sanatorio silencioso / donde hay una enfermera despierta de ángel”.

En efecto, usted y yo hemos recibido el apoyo de esos seres humanos que no duermen por cuidar al prójimo. Médicos, enfermeros, conductores de ambulancias, asistentes en quirófano, personas de carne y hueso que también tienen familia y amigos. Como todos, necesitan respirar aire puro, disfrutar un buen concierto, salir al campo y gozar de un buen descanso. Sin embargo, se quedan con nosotros, de día y de noche, preocupados por el lento paso de las gotas de un líquido reparador hacia los conductos artificiales que inyectan ese remedio en el cuerpo.

Durante casi dos años laboré en el Real Colegio de Santa Rosa de Viterbo, un edificio barroco del siglo dieciocho. Había sido un claustro atendido por religiosas de clausura y más tarde, a raíz de la expropiación de los bienes del clero dictada por la Reforma, se transformó en Hospital Civil. La noble construcción, ubicada en el corazón de Santiago de Querétaro, tuvo esa vocación durante un siglo.

Día tras día contábamos a los visitantes la historia del espacio. Los relatos del tiempo en que fue hospital se transformaron en nombres de salas, como Leprosario y Quirófano. Yo valoraba la pátina del tiempo en que el espacio narraba epidemias, sumaba nacimientos, daba cuenta de intervenciones y largas convalecencias. En un patio soleado que al día de hoy recibe a los escolares traviesos, hubo por décadas una sala dedicada a las autopsias.

El viejo Hospital Civil de Querétaro comenzó sus trabajos en el Sitio de 1867. Sus médicos atendieron a cientos de heridos en batalla. Por esta razón, me llama la atención el soneto de Emilio Bobadilla titulado “El caballo de Atila”, que dice en sus dos tercetas: “Desolación y ruina, orfandad y miseria; / en hospital de sangre conviértese el museo; / todo es dolor y lágrimas, confusión y laceria, // incendio, asesinatos, violaciones, saqueos... / Y el blando tintineo de la vacuna esquila / se apaga en el relincho del caballo de Atila”.

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