Debajo del traje de casimir o del vestido de seda, el ser humano lleva todavía consigo los impulsos de sus antecesores. Cuando corre 
y tropieza, abre los brazos para buscar, de manera instintiva, una rama de árbol a la cual asirse.

Somos descendientes de quienes descubrieron la penicilina, crearon aviones que cruzan los océanos, armaron las primeras computadoras y formaron a los médicos que hacen trasplantes de órganos. Sin embargo, hay fuerzas en nuestro interior que siguen siendo primitivas.

Sentir que el corazón va a toda velocidad hasta que se convierte en una bomba que puede estallar en cualquier momento; sentir impotencia, desprotección, soledad, repugnancia. Si se analizan estas emociones con inteligencia y toda la objetividad posible, se llega a la conclusión de que bajo ninguna circunstancia deberíamos buscarlas. Pero lo hacemos.

La provocación del miedo ha sido una fuente inagotable para la industria fílmica y los parques temáticos. Los directores del cine de horror han explotado todos los tópicos: personajes malignos con intenciones criminales que acechan a niños, ancianos o mujeres desprotegidas; intrusión de fuerzas extrañas en ámbitos de normalidad.

Queremos que nos asusten, nos encanta vivir el terror: los espectadores viajan hasta donde se presenta la obra de teatro o la atracción mecánica que tienen como protagonista a un  monstruo sin escrúpulos que es capaz de destruir una ciudad o activar un sistema de misiles que desencadene una guerra.

El cine de horror, como género, nació al mismo tiempo que la invención del cine. Los hermanos Lumière proyectaron en 1896 el corto La llegada del tren a la ciudad. La gente que se encontraba en la sala salió huyendo de  forma despavorida, pues no sabían qué esperar de aquellas imágenes en movimiento. El mismo año, George Méliès estrenó su cinta La mansión del diablo. En seguida, a raíz de su gran éxito, presentó El diablo negro.

Este personaje, Satanás, ha estado presente en la pantalla grande desde hace un siglo. El cineasta español Segundo de Chomón produjo en Francia Satán se divierte en 1907. Nuestros bisabuelos asistían temerosos, pagaban su entrada, esperaban en largas filas para asistir a la cueva del terror.

Los autores de terror, cuando logran asustar a sus lectores, se vuelven famosos y llegan a publicar millones de copias. Son expertos en accionar las palancas que provocan miedo.

Homero, el aedo griego, cantó mediante poesía la épica de su tiempo, en el siglo VIII antes de Cristo: batallas donde los héroes asumen riesgos enormes y logran la victoria venciendo obstáculos que parecían infranqueables. Algunos pierden la vida, otros llegan al final mutilados, con heridas y pérdidas de fuerza y poder.

En los países escandinavos apareció Beowulf, poesía épica en inglés antiguo que describe la vida del héroe así llamado, alrededor del año 1000. Cercanos a nuestra época son Poe, Lovecraft o Stephen King. Los libros de este último autor son la base de películas en verdad terroríficas. Sus seguidores demandan más miedo en cada título. Se vuelven adictos a esa sensación.

Los miedos nacen de esquemas de supervivencia, escapan al frío análisis del cerebro e invaden al pensamiento humano. Cuando el miedo ha paralizado al cuerpo, reaccionamos como si estuviéramos en el campo de batalla: tenemos sudor frío, regresamos a pensamientos de la infancia que nos hacían sentir indefensos y podríamos llegar a la muerte por paro cardiaco. Las fobias son otro tipo de miedos que no podemos superar.

En casos extremos, cuando las masas sufren miedo compartido y se produce una psicosis colectiva, llegan a matar a quienes consideran culpables.

Ya no vivimos a merced de los depredadores que amenazaban a las tribus de antaño. Nuestros ancestros huían del peligro de morir en las fauces de una bestia. Los riesgos en que vivimos son distintos, pero el instinto guarda la vieja memoria y los niños actuales, a los tres años, reconocen más rápidamente a una serpiente que a una flor en una pantalla.

Lo escribió Pablo Neruda: “Tengo miedo. La tarde es gris y la tristeza / del cielo se abre como una boca de muerto. / Tiene mi corazón un llanto de princesa / olvidada en el fondo de un palacio desierto. / Sin embargo en mis ojos una pregunta existe / y hay un grito en mi boca que mi boca no grita. / ¡No hay oído en la tierra que oiga mi queja triste / abandonada en medio de la tierra infinita!”

Como muchos lectores, me aficioné a la lectura de terror en la adolescencia. A mis dieciséis años le pedía a Dios que me permitiera ver un fantasma, que escuchara algo extraño, que un escalofrío profundo me sacudiera.

No ocurrió entonces nada sobrenatural en mi vida, no creo que ocurra ya en lo que me queda de trayecto en esta tierra. Para tener la sensación de miedo y vencerlo con la gratitud de seguir viva, no me queda más que la literatura. Con ese horror es suficiente.

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