En el Barack Obama que en 2008 ganó las elecciones a la Presidencia de Estados Unidos, muchos admiramos la llegada, a base de un gran esfuerzo, del hijo de un keniano a la primera magistratura del país más poderoso de la Tierra. Eso ocurría en una nación en donde hasta hacía poco tiempo, los afroamericanos, como él, casi no tenían derechos. Tal vez, eso hizo creíble su promesa de campaña de llevar adelante una reforma migratoria integral, permitiéndole captar el voto latino.

Sin embargo, la falta de acción temprana del presidente Obama llevó a que gobiernos racistas y anti-inmigrantes, como el de Arizona en 2010, pasaran leyes como la SB 1070 que criminaliza a los inmigrantes sin documentos y considera como sospechosos a todos los que por su aspecto físico puedan parecer inmigrantes. Apenas 24 horas antes de su entrada en vigor, la jueza Susan Bolton logró una suspensión de las disposiciones más controvertidas de la ley. Acción que luego fue reiterada por Obama.

Lamentablemente, lo anterior no ha impedido el acoso permanente a los inmigrantes ilegales, la mayoría, por cierto, mexicanos, muchos de los cuales han sido deportados o se han repatriado voluntariamente, fracturando a menudo la unidad familiar.

En una conferencia que el presidente Obama pronunciara el primero de julio de 2010 en la Escuela de Servicio Internacional, de la Universidad Americana en la ciudad de Washington DC, al referirse al tema de la inmigración ilegal a Estados Unidos, abrió una nueva ventana de esperanza. No habló de la reforma migratoria integral prometida, pero buscó crear una excepción al criterio de que quien viola la ley (migratoria) debe asumir las consecuencias. Se refirió a los niños que o nacieron en Estados Unidos o llegaron muy pequeños con sus padres y han crecido como estadounidenses, estudiando y hasta sirviendo en las fuerzas armadas. “Esos jóvenes —señaló— no deben ser castigados por los errores que sus padres cometieron; no se les puede negar la oportunidad de quedarse, continuar con sus estudios y contribuir con su talento a construir el país en el que crecieron”.

Así renació la denominada Dream Act, una ley que buscaría hacer realidad esa excepción de la que hablara Obama. Esta idea no era nueva, había sido lanzada en abril de 2001 por el representante Luis Gutiérrez y reintroducida en marzo de 2009 por varios senadores, destacadamente Kennedy y Lugar entre ellos, y el representante Berman. Pero en labios de Obama parecía un primer paso en la dirección de cumplir con su promesa de campaña a los grupos latinos. Desafortunadamente, hasta ahora esa ley sigue siendo un sueño. En diciembre de 2010 se aprobó en la Cámara baja, pero en el Senado hicieron falta ocho votos para su aquiescencia.

El 15 de junio pasado, el presidente Obama anunció que su administración dejaría de deportar a jóvenes inmigrantes ilegales que cumplieran con ciertos requisitos incluidos en la Dream Act. Sin embargo, el 15 de agosto, el mismo día en que los servicios de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos empezaron a recibir solicitudes amparadas en la disposición de Obama (“Acción diferida para las llegadas infantiles”), la gobernadora de Arizona, Jan Brewer, emitió una orden ejecutiva prohibiendo cualquier beneficio público a jóvenes inmigrantes ilegales que reciban un estatus diferido y permiso de trabajo en los términos del referido acuerdo del Presidente.

El tema migratorio ocupa hoy un lugar relevante en la disputa por la presidencia y Obama ha sido citado en un periódico diciendo que al prometer la reforma no se comprometió a realizarla en su primer mandato. Ahora sólo queda esperar los resultados de las elecciones del 6 de noviembre, en las que el voto latino será importante en varios estados.

Internacionalista

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