Por las noches, en el momento que los fantasmas rondan mi cuarto salpicando la almohada con la sangre del periódico, en el instante en que los problemas se levantan y crecen hasta convertirse en gigantes, pienso en los indigentes que vi ese día.

Pero qué terquedad, dirá usted, bastante tenemos con los conflictos políticos y la situación económica del país, para cargar la espalda con fardos ajenos. Y sin embargo, no puedo encogerme de hombros y mirar hacia otro lado, esperando que desaparezcan en el aire.

Casi todos son hombres, han visto pasar la mitad de su vida, tienen el cabello largo, peinado por el viento y el polvo del camino. Llevan una prenda sobre otra, muchas veces desgarradas y convertidas en harapos. El olor que despide su cuerpo se percibe a metros a la redonda. Todo el mundo los evita, los deja solos en su esquina, atraviesa la calle para no entrar en su invisible esfera nauseabunda.

El Diario Oficial de la Federación, publicación del Gobierno Federal que publica las leyes aprobadas por la Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión, dio a conocer la Ley de Asistencia Social expedida el 2 de septiembre de 2004 y reformada el 23 de abril de 2013. El Artículo 3 del Capítulo I dice: “Para los efectos de esta Ley, se entiende por asistencia social el conjunto de acciones tendientes a modificar y mejorar las circunstancias de carácter social que impidan el desarrollo integral del individuo, así como la protección física, mental y social de personas en estado de necesidad, indefensión, desventaja física y mental, hasta lograr su incorporación a una vida plena y productiva”. En el Capítulo II, Artículo 4, establece que tienen derecho a la asistencia social: “V. Adultos mayores en desamparo, incapacidad, marginación o sujetos a maltrato; VI. Personas con algún tipo de discapacidad o necesidades especiales”.

Hay gente buena, estoy segura. Hombres y mujeres que desean esparcir las semillas de la paz y la armonía entre comunidades. Se preocupan por los indigentes, les ofrecen unas monedas, un plato caliente. Algunos, muy pocos, les dan cabida en un café, les dejan contar sus historias una y otra vez, como los marineros que añoran el golpe del agua contra su barco: “Viejo lobo de mar, de sed sorda y violenta: / el humo de tu pipa tiene olor a tormenta. / Si relatas tus viajes ya nadie te hace caso, / porque siempre naufragas en el fondo de un vaso, / y cada travesía concluye como empieza: / en espuma de mar o espuma de cerveza”.

Julio Zaldumbide Gangotena, uno de los autores románticos de Ecuador, describe así el abandono: “Después, muerta la fe, la ilusión ida, / y en su lugar la duda, / nuestra existencia en soledad se muda, / se esteriliza el campo de la vida / al abrasado soplo del hastío; / ésta es la edad sin flor, es el estío. // Y viene en fin aquella edad sombría / de miserias cargada, / que ya se hunde en las sombras de la nada, / la escuálida vejez, la vejez fría, / envuelta de dolor en las tinieblas: / invierno triste de ateridas nieblas”.

Huérfanos, solos y tristes, los indigentes se vuelven incapaces de resolver sus problemas elementales. No ganan el pan de cada día. Sin embargo, si llegaron a esta edad fue gracias a la acción de otros. Alguien cuidó su infancia, veló su sueño, procuró su salud. Quizá un hijo, en una ciudad lejana, se pregunte si su padre está vivo. Tal vez ese padre ha perdido la memoria, las señas de identidad y el sentido que alguna vez orientó sus pasos.

César Vallejo, el poeta peruano que nos enfrenta a la más dura realidad, escribió sus “Poemas humanos” y de ellos transcribo: “Un hombre pasa con un pan al hombro / ¿Voy a escribir, después, sobre mi doble? / Otro tiembla de frío, tose, escupe sangre / ¿Cabrá aludir jamás al Yo profundo? / Otro busca en el fango huesos, cáscaras / ¿Cómo escribir, después, del infinito?”

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