El gusto es el más emocionante de los sentidos, a partir de nuestra llegada al mundo nos provoca emociones. Científicos dedicados al estudio del feto han definido el desarrollo de la lengua y de la boca a partir de la sexta semana de embarazo. Las papilas y neuronas gustativas aparecen en las semanas quince y veinticinco. Desde ese momento, el ser humano en gestación experimenta el gusto por los alimentos que la madre ingiere, experimentando sus sabores a través del líquido amniótico.

Durante los primeros meses de vida, el amor de nuestros padres y la atmósfera del hogar se condensan en el dulce sabor de la leche materna. Muy pronto, las papillas de vegetales se incorporan al menú y todo lo que comemos va buscando su lugar en el cerebro. La memoria gustativa se forma y transforma, se enriquece y se vuelve un aliciente que nos lleva a lugares lejanos tan sólo para degustar un sabor almacenado en las neuronas muchos años atrás.

En la infancia, el sentido del gusto está vinculado con los sabores de la comida casera, los platillos de las grandes ocasiones o las creaciones de los abuelos, los tíos, los padres de los mejores amigos, los vecinos llegados de lejanas tierras con sus especias, tradiciones y celebraciones especiales.

El escenario donde disfrutamos la comida tiene un peso específico: la decoración de mesas, la vajilla, la cristalería, las flores en vasijas destilando sus aromas. El olor de las maderas del mobiliario, los perfumes impregnados en la piel de quienes están cerca. Estamos hablando de creación de recuerdos, experiencias que se graban en lo más profundo del ser. Si a esto añadimos la música, riqueza en los diálogos y demostraciones de afecto, alcanzaremos por breves instantes lo que llamamos felicidad.

Gabriel García Márquez, en el cuento “La santa” escribe: “Las putitas de la esquina se daban el lujo de perder un buen cliente para irse con nosotros a tomar un café bien conversado”. Y en la narración titulada “Buen viaje, señor presidente” al personaje le prohíben comer carne, mariscos, tomar café... “En realidad, tengo prohibido todo”, pero la inminencia de la muerte lo hace rendirse ante una taza de café “a la italiana, como para levantar a un muerto” y ante “una costilla de buey al carbón y una ensalada de legumbres”.

Somos, en la edad adulta, la suma de millones de estímulos que han dejado su huella en nuestra memoria. Hemos viajado a lugares remotos con el propósito de probar las diversas formas en que se transforman criaturas marinas, aves, ganado caprino, porcino y bovino, hortalizas del huerto, toda clase de chiles e ingredientes que bajo la dirección de una mano experta se convierten en delicias que formarán parte de una experiencia.

La lengua, ese órgano fundamental ubicado en la cavidad oral está provisto de botones gustativos, que reúnen miles de quimiorreceptores para detectar las sustancias químicas solubles que no son otra cosa que la fusión de sabores. Los sabores fundamentales son cinco: ácido, amargo, dulce, salado y umami. Este último sabor, incorporado a la lista de antaño por el fisiólogo japonés Kikunae Ikeda en 1908, es la intensificación de los anteriores, logrado por el uso de aditivos como el glutamato de sodio. La palabra es japonesa, significa “sabor delicioso” y está relacionado con el deseo que provocan los alimentos.
El gusto está vinculado estrechamente con el arte de cocinar. En el Nuevo Testamento, los cuatro evangelistas canónicos narran el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. El relato bíblico dice que en la primera comida se alimentaron cinco mil hombres (sin contar a las mujeres y los niños). Juan dice que cuando todos se hubieron saciado, se llenaron doce canastas de sobras. Sin embargo, ninguno de estos discípulos narra cómo se prepararon los pescados. Tengo la hipótesis de que se armaron fogones con leña de los árboles cercanos; alguien trajo barricas de aceite de oliva, sal del mar de Galilea, hierbas finas (quizá olivos del huerto que vio llorar a Jesús) y afamadas cocineras se dieron a la tarea de preparar deliciosos platillos con estos seres acuáticos que dieron la vida para que en ellos se lograra un milagro. Dos milenios después, seguimos escuchando la narración y aunque el Evangelio no lo dice, la sazón debió haber sido deliciosa.

Lo que comemos forma parte de la memoria sensorial. Según estudios dirigidos por Atkinson y Shiffrin, esta parte de nuestra red neuronal registra las sensaciones y permite reconocer las características físicas de los estímulos (imágenes, sonidos, olores, sabores y texturas).

Hay que ser flexibles con nuestras preferencias, para comer de todo y disfrutarlo. Decía Francisco de Quevedo: “El que quiere de esta vida todas las cosas a su gusto, tendrá muchos disgustos”

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