Hace menos de una semana, un velorio en Celaya, Guanajuato, fue atacado por un grupo de pistoleros. Quedaron nueve muertos regados en la funeraria.

El domingo pasado, en la misma ciudad, una familia entera, incluyendo a un bebé de un año, fue asesinada a tiros. No contentos con eso, los asesinos incendiaron la vivienda donde se cometió el crimen.

Esa violencia guanajuatense no es asunto exclusivo de Celaya. En León, a inicios de la semana pasada, cinco personas fueron masacrados en un departamento de una zona céntrica del municipio.
Por otra parte, esta semana arrancó con el asesinato de un diputado local y precandidato a la alcaldía del municipio de Juventino Rosas.

Eso no empieza a ser un recuento exhaustivo. En los primeros 11 días del año, según el informe diario publicado por la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC), se acumularon 119 víctimas de homicidio doloso en el estado. Con este arranque, es muy probable que Guanajuato sea en 2021 (y por cuarto año consecutivo) la entidad federativa con el mayor número absoluto de homicidios en el país.

Todo esto sucede dos años después de que el gobierno federal lanzara una ofensiva contra el robo de combustible, el mercado ilícito que, según la mayoría de los análisis, fue el detonador de la violencia homicida en Guanajuato.

En la versión oficial, esa campaña en contra del huachicol fue tremendamente exitosa: el volumen de combustible robado habría disminuido 95% desde su pico de finales del sexenio pasado. Asimismo, algunas de las principales bandas de huachicoleros habrían sido desmanteladas. El símbolo más visible de ese esfuerzo sería la captura, en agosto pasado, de José Antonio Yépez, alias el Marro, jefe del llamado Cártel de Santa Rosa de Lima.

Y sin embargo, la violencia en Guanajuato no solo no cede, sino que se mantiene en un espiral ascendente. Hay (según dicen) menos huachicol, pero más muertos.

¿Qué puede explicar esa paradoja?

Una posible respuesta es que, tal vez, la paradoja no es paradoja y la economía del huachicol se contrajo menos de lo que presume el gobierno. Hay algunos datos que apuntan en esa dirección: por ejemplo, el número de tomas clandestinas en Guanajuato disminuyó 52% en los primeros ocho meses de 2020 comparado con el mismo periodo del año previo. Eso es una reducción sustancial, pero la virtual eliminación del negocio que han presentado las autoridades.

Otra posibilidad es que la violencia puede sobrevivir a una contracción del mercado ilícito que le dio origen. Una actividad como el huachicol requiere de hombres, armas, vehículos, bodegas, casas de seguridad y redes de complicidad a varios niveles de gobierno. Una vez en existencia, esa infraestructura criminal puede utilizarse para otros delitos (secuestro, extorsión, robo, tráfico de drogas, etc.). Entonces, tal vez haya menos huachicol que en el pasado, pero su legado allí sigue, utilizado para muchas otras cosas que generan espirales de violencia.

Si esa segunda explicación es medianamente correcta, las implicaciones serían significativas. Atacar un mercado ilícito, sea drogas, huachicol o cualquier otro, no necesariamente tiene un efecto pacificador. Habría que apuntarle a la violencia en sí misma y no al negocio que le dio origen. Eso obliga a entender las dinámicas ocultas de la violencia y los resortes que detonan la lógica de los balazos en un espacio y un mercado específico.

Dicho de otro modo, la violencia homicida no va a ceder en Guanajuato mientras el objetivo explícito no sea reducirla.

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