También hay alegría en la vida, y mucha. Cada día, si nos fijamos bien y nos ponemos a ello, tendremos frente a los ojos, en la piel y en los labios, múltiples motivos para ser felices. Hay momentos de enorme placer, en que nos encontramos ante un paisaje de belleza indescriptible y nuestros ojos registran cada detalle en una fotografía mental que se guarda en nuestro ser más íntimo. Hay encuentros afortunados en que grabamos para el futuro una película que se volverá a proyectar en la mente una y otra vez, para gozar los recuerdos que sostienen el andamiaje de las emociones.

A veces, este momento de epifanía ocurre al regresar a casa. Dice el tango “Mi Buenos Aires querido”: “Hoy que la suerte quiere que te vuelva a ver / ciudad porteña de mi único querer / oigo la queja de un bandoneón / dentro del pecho pide rienda el corazón”.

El poeta José Martí tuvo un hijo, José Francisco, a quien los isleños llamaron Pepito y que ha quedado inmortalizado en el libro Ismaelillo del apóstol de la Revolución Cubana. José Francisco, político y militar, fue concebido en México. Su madre, María del Carmen Zayas, conoció al escritor en 1875 en la capital de nuestro país. Se casaron en 1877 en la Catedral Metropolitana.

Viajaron por esta patria bella, conocieron Acapulco y otros lugares de maravilla. El 27 de julio de 1878 regresaron a La Habana. Carmen llevaba a Pepito en su vientre. El niño nació en Cuba el 22 de noviembre.

Años más tarde, la familia vivió en Brooklyn, Nueva York. En una casa humilde, el poeta puso toda su inteligencia, don de gentes y fuerza espiritual al servicio de la independencia de su isla. Antes de salir a enfrentar cada jornada, el joven padre disfrutaba de juegos inocentes y placenteros con su hijo: “Por las mañanas / mi pequeñuelo / me despertaba / con un gran beso. // Puesto a horcajadas / sobre mi pecho, / bridas forjaba / con mis cabellos. // Ebrio él de gozo, / de gozo yo ebrio, /me espoleaba / mi caballero: / ¡qué suave espuela / sus dos pies frescos! / ¡cómo reía / mi jinetuelo! / y yo besaba / sus pies pequeños, / ¡dos pies que caben / en solo un beso!”.

Miguel Hernández, nacido en Orihuela, perseguido durante la Guerra Civil Española, escribió teatro y poesía a lo largo de una vida azarosa dedicada a las mejores causas. Fue puesto en prisión en Sevilla y más tarde en Madrid, en el penal de la calle de Torrijos (hoy calle de Conde de Peñalver). Cuando estaba tras las rejas, su mujer le hizo saber por carta que se encontraba al borde del hambre, con dos pequeños a los que alimentaba solo con pan y las cebollas de un plantío cercano. El 4 de enero de 1939 había nacido el segundo hijo, Manuel Miguel, a quien el poeta dedicó las famosas “Nanas de la cebolla”, en respuesta a la carta de su esposa.

Dice el poema: “Alondra de mi casa / ríete mucho. / Es tu risa en los ojos / la luz del mundo. // Ríete tanto, / que mi alma al oírte / bata el espacio. // Tu risa me hace libre / me pone alas // Soledades me quita, / cárcel me arranca, / boca que vuela / corazón que en tus labios / relampaguea. // Es tu risa la espada / más victoriosa. // Vencedor de las flores / y las alondras / rival del sol. / Porvenir de mis huesos / y de mi amor”.

Luis Cernuda, el poeta sevillano, fue miembro de la Generación del 27 y en plena Guerra Civil tomó el camino del exilio. Después de salir de España vivió en el Reino Unido y más tarde en Estados Unidos; en ambas estancias fue profesor universitario. Llegó a México en 1952 y desde 1954 fue catedrático de la UNAM. Con relación a la alegría que cada día nos deja en el alma, escribió: “Perder placer es triste / como la dulce lámpara sobre el lento nocturno; / aquél fui, aquél fui, aquél he sido; / era la ignorancia mi sombra. // Ni gozo ni pena; fui niño / prisionero entre muros cambiantes; / historias como cuerpos, cristales como cielos, / sueño luego, un sueño más alto que la vida”.

Toda emoción puede ser un pilar de nuestra casa interior, un bloque sólido para soportar la estructura del pensamiento. Si sabemos atesorar el gozo, este cofre de recuerdos nos acompañará por el resto de la vida. En palabras de Ángeles Mastretta: “Yo diría que quien ha merecido la dicha puede soportar la desgracia, y que toda emoción santifica.”

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