Aprendimos a respirar como si nuestra vida dependiera de ello, y al darnos cuenta de que pensar, sentir y hablar en verdad dependen del aire que entra a los pulmones, aire rico en oxígeno, hoy más preciado que el oro, supimos agradecer cada hora que pasamos en este mundo, en esta Tierra, tan beneficiada con el freno que impuso la pandemia cuyo nombre hace mención de las coronas, símbolos de antiguas monarquías, dueñas del poder y el dinero que probaron ser piezas de metal con incrustaciones de pequeñas piedras cristalinas: frente a la asfixia y a la fragilidad humana, toda joya pierde su valor.

Aprendimos a valorar nuestra habitación: apreciamos la cama que recibió los adoloridos cuerpos de nuestros enfermos, donde velamos su sueño y seguimos paso a paso la recomendación de los médicos, quienes hoy, más que nunca, realizan labores titánicas, cubiertos por la mascarilla quirúrgica que les da seguridad, enfundados en trajes contra el mal, con caretas sobre el rostro, como escudos de caballeros medievales que luchan contra un enemigo invisible, que se disuelve en el aire, aire infectado aunque parezca sano. Aprendimos a desconfiar de las apariencias.

Aprendimos a ver hacia adentro: tuvimos tiempo, silencio y espacio para recorrer los caminos del espíritu, para lavar nuestra alma de la forma que cada uno ha inventado. Los mexicanos entramos en el laberinto de la soledad y los hablantes del español recurrimos a la sabiduría del tango: veinte años no es nada. Un año es apenas un instante marcado por esta prueba de fuego. Más se perdió en el diluvio, decían los sabios. Somos sobrevivientes de guerras, revoluciones, genocidios y tiranías. Podemos emplear esa resiliencia para soportar este embate y salir avante.

Aprendimos a querer a los nuestros, a conversar a fondo, a reconciliar puntos de vista, a limar asperezas donde hace tiempo el choque de impulsos levantó chispas y dejó brotes de conflicto en la superficie. Tuvimos tiempo de sobra para agradecer la mutua compañía, el amor y la tierna luz de la Luna, que ha crecido hasta llenarse por completo y luego, menguante, adelgaza su figura hasta desaparecer. Hemos contemplado ya trece veces su plenitud grande y plateada, como anunciando un prodigio.

Aprendimos a trabajar con ayuda de una pantalla de colores, que nos permitió encontrarnos con amigos. Les enviamos abrazos haciendo uso de un lenguaje de señas que no teníamos antes, dijimos palabras por medio de la tecnología que no serán nunca equivalente a la viva voz, pero nos permitieron no caer en el desasosiego.

Aprendimos que los animales, nuestros compañeros de planeta, vivieron felices la pandemia gozando la calma y el silencio: pudieron salir de sus madrigueras, correr por la pradera, volar con las alas bien abiertas y posarse en árboles más verdes que nunca. Sin aviones en la atmósfera ni grandes fábricas en operación, las emisiones de dióxido de carbono y los gases causantes del efecto invernadero disminuyeron. Las aves trinaron de gratitud y las hembras mamíferas acogieron a sus crías para ofrecerles leche tibia y dulce. Se detuvo el tráfico ilegal de especies en peligro.

“Aunque el alivio sea momentáneo y no resuelva, de fondo, la crisis climática actual, lo cierto es que el coronavirus está trayendo buenas noticias al medio ambiente”, declaró Antonio Guterres, secretario de la Organización de las Naciones Unidas.

Aprendimos a cosechar lo bueno que hemos sembrado con dolor durante el confinamiento. Como dijera el poeta mexicano Homero Aridjis, diplomático y promotor del cuidado del medio ambiente:

“Hay frutos que suben intensamente por la luz que los toca / y en el aire se encienden cayendo hacia arriba / hay que maduros se derraman a izquierda y a derecha / en un borbotear ardiente de brillos en el árbol / hay que se cierran para que la luz no los abra / y se entregan al aire ligeros de sentidos / hay como vasos rotos / en su ruina espejean / y en sus pedazos se puede ver el fruto entero”.

Aprendimos a cantar la música de la esperanza. Volveremos a encontrarnos, decía una de las canciones. Nuevas promesas llenaron el espacio, como este poema de Tomás Segovia, nacido en España y convertido en mexicano:

“Mis besos lloverán sobre tu boca oceánica / primero uno a uno como una hilera de gruesas gotas / anchas gotas dulces cuando empieza la lluvia / que revientan como claveles de sombra / luego de pronto todos juntos / hundiéndose en tu gruta marina / chorro de besos sordos entrando hasta tu fondo”.

Estas son las ganancias de la pandemia. Toda moneda tiene dos caras.

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