Los actos inenarrables de violencia desatados el sábado pasado tras el encuentro de la Liga mexicana de fútbol entre Atlas y Querétaro en el estadio Corregidora, en el que se enfrentaron de manera brutal supuestos aficionados de ambos equipos, muestra una forma de operación que paraliza a las personas dejándolas mudas frente al horror de la barbarie. Y, abre la puerta a narrativas de interés político dirigidas a crear la percepción de inestabilidad generalizada en la entidad y en el país.

Hoy, la población está expuesta a una compleja red de relatos mediáticos promovidos por grupos de poder económico y político, que apelan a ansiedades ideológicas y culturales profundas para estimular el miedo al cambio y así mantener vigente un régimen de desigualdad e injusticia. Experiencia radicalizada mediante la acción de grupos que en lugar de contender en las arenas democráticas optan por desestabilizar al país a través de actos deleznables como lo sucedido en el estadio Corregidora.

La violencia instrumentada el fin de semana en Querétaro, en el marco de un escenario deportivo en el que los clubes se unieron cinco días antes a la campaña “Grita X la Paz”, ante la guerra de Ucrania, evidencia un discurso en el que la “norma de decencia” se entreteje a una lógica de la crueldad donde el horror es justificado y calculado.

Dicho en otras palabras, lo ocurrido en el estadio Corregidora no está desprovisto de significado, no es un arrebato, ni mucho menos algo que sucedió de repente. Se trata de un acto que pone en marcha una lógica que no soporta la contingencia ni el azar, irrumpe como un sistema de total previsibilidad administrado, calculado y programado. De ahí, la imperiosa exigencia de que los hechos sean esclarecidos y los culpables castigados.

Cuando enfrentamos estas formas inhumanas de crueldad es inexcusable girar nuestra mirada hacia una respuesta ética que permita eludir las justificaciones banales de quienes intentan inocular miedo, terror y odio en las personas, situándolas en la pasividad e inacción.

Mientras que la moral indica qué debemos hacer, pensar o decir, la ética nos conmina a responder ante situaciones límite donde la moral ya no tiene respuestas, donde las “normas de decencia” desaparecen y solo quedamos ante la desnudez del sufrimiento del otro.

Frente a la violencia exacerbada, producida y marcada por un discurso que apela a estrategias y técnicas de negación de la libertad y dignidad humana, estalla la respuesta ética donde lo decisivo reside en permanecer junto al que sufre, acompañarlo, ser sensibles y actuar ante su dolor.

Si el derecho se ocupa de lo legal y la moral de lo legítimo, la ética se sitúa en la responsabilidad de responder adecuadamente a situaciones límite. En este sentido, no se trata de reorganizar un discurso dirigido a declarar que nada sucedió, escondiéndose bajo el manto de una “conciencia” que declara su rechazo a la crueldad y la injusticia, siempre y cuando las víctimas puedan ser enterradas sin hacer ruido. Se trata, pues, de otra manera de narrar la ética. Particularmente, cuando se tiene responsabilidad política.

Doctorada en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM y Posdoctorada por la Universidad de Yale

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