Somos metal que se funde al rojo vivo de las pasiones. Lleno de gozo, acalorado todavía, nuestro ser penetra en el agua helada del dolor y sale tiritando, con los músculos adoloridos y azules por el frío que acuchilla piernas y brazos. El fuelle que aviva el fuego es el diario vivir, pleno de conflictos que se vuelven retos y que nos dejan exhaustos. Al día siguiente, si tenemos suerte, volveremos a sentir el calor de la vida traspasando la piel hasta llegar a las entrañas, de las cuales depende la salud del cuerpo, para dar sustento al pensamiento.

Pocos lugares representan con tanta certidumbre al ser humano como el taller de un herrero. Desde que los ancestros aprendieron a dominar la lumbre, hemos inventado metáforas que nos comparan con el hierro que se forja a base de martillazos, que se endurece con rapidez y que no es maleable una vez que define su forma.

La compañía de otros puede provocar en nuestro interior una aleación con metales más valiosos y con ello incrementará el brillo que ilumina nuestra mente. O, por el contrario: los atributos que nos definen ayudarán a que otros fortalezcan su ser, se vuelvan más nobles o desprendan esquirlas que dejen a su paso una marca de belleza pura.

Jorge Luis Borges escribió el poema titulado Ewigkeit, es decir eternidad en alemán, que dice: “Torne en mi boca el verso castellano / a decir lo que siempre está diciendo / desde el latín de Séneca: el horrendo / dictamen de que todo es del gusano. // Torne a cantar la pálida ceniza, los fastos de la muerte y la victoria, / de esa reina retórica que pisa / los estandartes de la vanagloria. / No así. Lo que mi barro ha bendecido / no lo voy a negar como un cobarde. / Sé que una cosa no hay. Es el olvido: / sé que en la eternidad perdura y arde / lo mucho y lo precioso que he perdido: / esa fragua, esa luna y esa tarde”.

El escritor argentino explicó que esos versos, junto con los del poema Everness, “Son dos poemas / desvergonzadamente sentimentales, puedo decirlo / se escribieron solos / sin que yo participara mucho en su elaboración / insistieron en que yo los escribiera / finalmente no me opuse”.

Borges mismo es una fragua. De sus labios surgieron cientos de estrofas que explican la condición humana en múltiples facetas. Sus palabras, como llamas, avivaron la fragua del conocimiento del siglo XX; era su mente una fogata encendida siempre.

Hay quienes comparan los colores del paisaje con el horno del metal. La chilena Gabriela Mistral, premio Nobel de Literatura y maestra de primeras letras de Pablo Neruda, escribió en el poema “Noche”:

“Las montañas se deshacen, / el ganado se ha perdido; / el Sol regresa a su fragua: / todo el mundo se va huido. / Se va borrando la huerta, / la granja se ha sumergido / y mi cordillera sume / su cumbre y su grito vivo”.

En los primeros días de 1961, con 56 años de vida, el mexicano Salvador Novo creó esta oración:

“Gracias, Señor, porque me diste un año / en que abrí a tu luz mis ojos ciegos; gracias, porque la fragua de tus fuegos / templó en acero mi corazón de estaño. // Gracias por la ventura y por el daño / por la espina y la flor; porque tus ruegos / redujeron mis pasos andariegos / a la dulce quietud de tu rebaño”.

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