En Las películas de mi vida, novela del escritor chileno Alberto Fuguet, el protagonista es un sismólogo que viaja a Los Ángeles, donde pasó su infancia. El personaje camina por la calle con la mirada en el piso, atento a las líneas del pavimento, que para él son mapas geológicos: le indican la dirección y magnitud de los movimientos telúricos, le advierten del peligro, le anuncian terremotos posibles.

Yo vivía en California cuando leí la novela y conocía los lugares donde se desenvuelve la trama. En el periódico local, se publicaba cada día la gráfica sismológica. En un estado con historia de terremotos registrados a lo largo de los siglos, hay que estar preparados para cuando llegue el Grande, el temible temblor destructivo.

Los humanos vivimos en un planeta cuyo suelo se mueve, se agrieta, deja escapar vapor o lava; nos trasmite mensajes exigiendo respeto y en ocasiones pidiendo auxilio. Sin embargo, lo tratamos como si fuera un bloque de acero. 
Igual ocurre con nuestro cuerpo: este conjunto de órganos, venas, arterias, músculos y nervios sostenidos por un esqueleto. Lo tratamos como si nunca se fuera a debilitar, como si la juventud fuera eterna.

La pandemia nos ha mostrado nuestra fragilidad. Nos ha hecho conscientes de las grietas en el asfalto, para que evaluemos los riesgos a los que nos enfrentamos, para estar preparados y disminuir el daño de las posibles consecuencias.

A veces, la fragilidad de nuestro ser es emocional. Una de las canciones más bellas de Violeta Parra habla del amor maduro, el que con su fuerza nos estremece y nos hace regresar a la adolescencia. Dice: “Volver a los diecisiete / después de vivir un siglo / es como descifrar signos / sin ser sabio competente. / Volver a ser de repente / tan frágil como un segundo / volver a sentir profundo / como un niño frente a Dios. / Eso es lo que siento yo / en este instante fecundo”.

En el poema “Adán y Eva XV”, el poeta de Chiapas, Jaime Sabines, describe lo que el primer hombre debió de sentir al ver a su mujer preñada: “Bajo mis manos crece, dulce, todas las noches. / Tu vientre manso, suave, infinito. / Bajo mis manos que pasan y repasan / midiéndolo, besándolo; / bajo mis ojos que lo quedan viendo / toda la noche. // Me doy cuenta de que tus pechos crecen también / llenos de ti, redondos y cayendo. / Tú tienes algo. / Ríes, miras distinto, lejos. / Mi hijo te está haciendo más dulce, / te hace frágil”.

El autor veracruzano Jorge Cuesta, que llegó a la Ciudad de México en 1921, con dieciocho años en el cuerpo y un violín en el hombro, fue el fundador de la crítica literaria en nuestro país. Gozó y sufrió una vida complicada, con grietas profundas en el alma y tormentas en el corazón, que le llevaron finalmente al suicidio. Por cierto, ¿dónde están los dramaturgos y guionistas, en qué temas tienen fincadas sus obras, que no exploran las vidas de hombres como Cuesta?

En este soneto, del que extraigo tres estrofas, habla de la fragilidad de las emociones: “Fue la dicha de nadie esta que huye / este fuego, este hielo, este suspiro, / pero, ¿qué más de su evasión retiro / que otro aroma que no se restituye? // Una pérdida a otra substituye / si sucede al que fui nuevo respiro, / y si encuentro al que fui cuando me miro / una dicha presente se destruye. // Cada instante son dos cuando acapara / lo que se adhiere y lo que se separa / al azar de su frágil sentimiento”.

El autor alemán Günter Grass, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1999, abandonó su cuerpo terrenal en 2015, dejando un gran legado en sus novelas y poemas. Aquí publico dos, que se suceden el uno al otro: “Fuertes golpes” dice: “Primero tintinearon los vasos, / luego nosotros, a dos voces, / pero nada se hizo añicos”. “Sobre pies de barro” continúa la escena: “Luego, casi lista / y habiendo conseguido una figura esbelta, / en mitad de la danza, se desplomó / una pareja / cayó hecha añicos. // Bellamente, en el suelo, los miembros / en desorden. / Grietas, a lo largo de la espalda, / y roturas limpias / liberaban espacios huecos. // Ellos seguían danzando, / lisiados, aplastados / los pies de barro, / ella desatinada, él todavía / con mirada firme”.

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