No vivimos tiempos propicios para el matiz, y la distinción, entre el valor de algunas instituciones imprescindibles, y las malas prácticas —es más— barbaridades y delitos cometidos a su amparo y en su nombre. Como hubo malos usos y peores costumbres impulsados desde ellas, y de no poca monta, corremos el riesgo de ignorar su importancia como formas de organización social, colectivas, para, por ejemplo, poner límites al avasallamiento del dinero, o a la desmesura en el uso del poder por parte de quienes, elegidos por nosotros, lo detentan.

Son diversas, sí, pero pocas tienen peor fama en nuestro país que los sindicatos. Se les acusa, con razón, de muchas tropelías: estar al servicio de los patrones, extorsionar, cobrar para suplantar a los trabajadores mediante triquiñuelas “legales”. En el sector público, salvo muy pocas excepciones, han sido no solo sumisos al poder en turno, sino, en buena medida, creación de los gobiernos en la lógica de acordar con quienes ellos entronizan en las dirigencias: las autoridades fingen negociar cuando hablan con su imagen en el espejo. No son partes que desde su diferente posición en las relaciones laborales, concurren a establecer contratos colectivos o condiciones generales de trabajo para conseguir prestaciones legítimas y derechos inalienables de sus dizque representados. Fueron, algunos, paridos por el poder directamente (SNTE), y otros, cooptados de común acuerdo luego, o cuando pasaron distintas empresas estatales –vendidas a precios irrisorios, gangas, o de plano regaladas– al sector privado. Por eso, marcados por el origen, suelen ser profundamente antidemocráticos y caciquiles.

Al país le costo miles de vidas hacer posible (aunque sea de manera más formal que real durante buena parte del siglo XX) el valor del sufragio y la no reelección. En las centrales obreras, campesinas, populares; en los sindicatos y federaciones de trabajadores al servicio del estado y sus dependencias, los líderes han durado en sus puestos más que Porfirio Díaz. Su periodo en el mando no depende del apoyo de los empleados, sino del grado de eficacia política en su relación con los poderes constituidos. Cuando son disfuncionales, le remoción es la vereda y, si hay resistencia, la cárcel. Las autoridades, reciben al líder desgastado para darle las gracias por los favores que hizo a la República, y anunciarle, con toda cortesía, a quien tomará su lugar. “Le presento (como si hiciera falta), maestro Jonguitud, a la nueva Secretaria General del SNTE: Elba Esther Gordillo”. Era Salinas, estaban donde está la anhelada Silla del Águila. ¿Más claro?

Estas características tienen raigambre histórica, pero no son parte de la “esencia” o la “naturaleza” de los trabajadores mexicanos ni de las maestras y profesores. Son tradición impresentable: no destino inexorable.

En mala hora dejemos de valorar al sindicalismo: institución abocada a negociar condiciones de trabajo digno, protegido legalmente y con seguridad social, en un mundo que impulsa la máxima condición de precariedad laboral: el individuo a solas, sin compañeros. No protegiendo canonjías ni otorgando prebendas, sino administrando el contrato, representando a los trabajadores, construyendo su dirigencia en condiciones democráticas, con elecciones en que el voto cuente y se cuente, y haya un árbitro que garantice la libertad y la ausencia de coacción del voto.

Se ha abierto una coyuntura para democratizar al SNTE y sus secciones. No será sencillo lograrlo, sólo imprescindible. Es la hora del ejercicio libre del magisterio, de retomar estrategias para dignificar su sindicato: tan charro hoy, tan necesario en la democracia pasado mañana, o antes de ser posible.

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