“¿Te das cuenta, Arturo, de que en las casas modernas no hay fantasmas?” preguntaba mi tía Eva Urbiola a su hermano, cuando él hablaba de los misterios de su juventud: brujas que eran bolas de fuego por los cerros, sonidos de otro siglo atrapados en los rincones, sacerdotes muertos que aparecían para oficiar una misa pendiente.

Mi intuición de niña me exigía tomar partido: o me volvía escéptica como Eva, o amante del misterio como Arturo. Elegí el primer camino. Por tanto, nunca he visto, escuchado o sentido nada que pueda catalogar de sobrenatural. Quizá me perdí de algo importante.

En la novela El museo de la inocencia, Orhan Pamuk narra la historia de Kemal, un joven rico de Estambul, y de Füsun, prima lejana. Kamal se enamora de ella en forma obsesiva. Al perderla, el muchacho hace viajes por el mundo en pos del fantasma de la chica: busca mujeres que se peinen como ella, aspira los perfumes de las jóvenes por la calle queriendo encontrar el de su amada, recopila objetos que le recuerden su relación y atesora todo lo que pasó por las manos de Füsun. Mientras tanto, nos cuenta sobre los cambios que ha vivido la sociedad turca en las últimas décadas.

Mientras escribía su libro, Pamuk reunió miles de objetos con los que creó la colección permanente del Museo de la Inocencia, ubicado en una casona del siglo XIX en el barrio Çukurcuma de Estambul; abrió sus puertas en 2013, y en 2014 ganó el premio del mejor museo europeo.

Todos tenemos nuestra propia colección de artículos simbólicos, algunos sin valor económico: cartas de amor, boletos de cine, una flor disecada, una foto escondida. Como el personaje de Pamuk, guardamos un objeto al que asignamos una función: recordar un momento, provocar emociones, sacar a la luz conversaciones que estaban a punto de caer en el olvido. De ahí el éxito del museo.

Francisco Hernández, en su poema “El fantasma” evoca:

“Amo las líneas nebulosas de tu cara
tu voz que no recuerdo, / tu racimo de aromas olvidados.
Amo tus pasos que a nadie te conducen
y el sótano que pueblas con mi ausencia.
Amo entrañablemente tu carne de fantasma”.

Rubén Márquez, profesor de literatura del Tec de Monterrey Campus Puebla, nos explica: “En la poesía amorosa de Francisco Hernández observamos la imagen de la ausencia como una constante. Nadie mejor que el poeta que desde la soledad de la isla dialoga con fantasmas para mostrarnos, con esa claridad que deslumbra, aquello que por ausente se vuelve la más pura presencia”.

Además, están los fantasmas que habitan en el espíritu. Vivimos con las voces de nuestro niño interior, que se empeña en recrear las burlas que sufrió en primaria, o un castigo físico injusto. El adolescente que fuimos nos reclama que no hayamos cumplido sus metas y que tiremos sus sueños a la basura. “Pero”, le decimos, “la situación ha sido difícil, yo hice lo posible”.

Esos fantasmas nos asustan más que los ruidos de medianoche o las corrientes de viento que no salen de ninguna ventana. Ellos son lo que pudimos ser y no fuimos, y lo que daríamos cualquier cosa para que no hubiera ocurrido. Mis ancestros se encomendaban a las ánimas, otros seres intangibles, para ahuyentar al misterio, para seguir viviendo.

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