Hay cuestiones que están grabadas con sangre en nuestra historia, que condujeron a luchas fratricidas, así es la relativa al papel de la Iglesia Católica en el escenario político; un debate nunca saldado. Siempre hay sectores que intentan regresar a los días de una religión de Estado; de la supremacía del clero sobre el poder civil porque, según ellos, son depositarios de “la verdad revelada”.

Hace 150 años, la generación de Juárez estableció la separación del Estado y la Iglesia (hoy diríamos de las iglesias), suprimió al catolicismo como religión única y dejó atrás a un país en el que servicios esenciales —los nacimientos, el matrimonio, la defunción—, hoy a cargo del registro civil, estaban en manos del clero. Los hombres de la Reforma era católicos, pero profundamente anticlericales, como anticlericales fueron Francisco J. Múgica y los diputados “jacobinos” del Congreso Constituyente de Querétaro que establecieron, en los Artículos 3, 27 y 130, serias limitaciones al poder de la Iglesia Católica.

En 1992, Carlos Salinas impuso una reforma radical al texto constitucional en materia de relaciones del Estado con las iglesias que suprimió las excesivas restricciones al clero.

Las últimas décadas han testimoniado el ascenso de religiones distintas al catolicismo que, no obstante, permanece como la dominante. En el sureste (Chiapas, Tabasco, Campeche y Quintana Roo) la presencia de grupos evangélicos es cada vez mayor, ante el retraimiento del catolicismo; los evangélicos se benefician del rechazo de las comunidades a sacerdotes sin mística o muchas veces coludidos con caciques. No obstante la sacudida que implicó la Teología de la Liberación, altos dignatarios del clero viven en residencias opulentas, se transportan en vehículos de lujo, visten ropajes magníficos y mantienen una fastuosidad que es ajena a la vida y enseñanzas de Cristo y contrasta con la pobreza de la mayoría de sus fieles.

El presidente López Obrador ha revelado su condición de predicador y su cercanía a las iglesias evangélicas a las que ha invitado a colaborar en programas sociales como Jóvenes Construyendo el Futuro, a evangelizar a los muchachos y a distribuir la Cartilla Moral.

Es en este contexto en el que se inscribe la iniciativa de María Soledad Luévano Cantú —una legisladora muy cercana al coordinador parlamentario de Morena, Ricardo Monreal—, que propone una reforma radical a la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público: suprimir “el principio histórico de separación del Estado y las iglesias” y con el ardid de ensanchar libertades, llevar al cuerpo de la ley la libertad para expresar las creencias religiosas en relación con asuntos de carácter público o social; la de expresar y difundir las creencias religiosas a través de cualquier medio de comunicación; la de otorgar y recibir acompañamiento, asistencia y asesoramiento espiritual en cualquier lugar, incluidas instalaciones de los cuerpos de policía y en las unidades del Ejército, Fuerza Aérea y de la Marina.

Envuelta en una retórica defensora de los derechos humanos, la iniciativa pretende meter a los religiosos hasta la cocina, en lugar de dejar a las familias y a los templos como los espacios reservados para la transmisión de valores éticos o doctrinas religiosas.

Este proyecto busca retroceder a tiempos oscuros y no proviene de una legisladora de un partido confesional sino de uno cuyo jefe real y único se declara juarista.

Ante las primeras reacciones de repudio al proyecto, López Obrador llamó a evitar este debate. Pero no puede ignorarse que, al parecer, Luévano creyó interpretar al presidente en sus frecuentes invocaciones religiosas y que cada día aparece más evidente un intento auspiciado desde el poder, de empoderar a evangélicos y dar un salto hacia atrás.

Presidente de GCI. @alfonsozarate

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