Todos los días criticamos la falta de respeto a la ley, y nos quejamos de la ausencia del Estado de derecho; nos indignamos con los hombres y mujeres que son prepotentes, bravucones o que se dicen influyentes; los grabamos en sus reprochables actitudes, subimos los videos a las redes sociales, terminando por popularizarlos bajo los títulos de lady esto, o lord aquello, haciendo mofa de su actuar y los condenamos por aclamación digital, para convertirlos en la noticia central de las televisoras y las redes sociales. Después de un par de días, los desechamos y buscamos un nuevo escándalo. “Pan y juegos de circo”, denunciaba, desde 100 años antes de Cristo, el poeta romano Juvenal en sus Sátiras. “Desde hace tiempo —exactamente desde que no tenemos a quién vender el voto—, este pueblo ha perdido su interés por la política, y si antes concedía mandos, haces, legiones, en fin todo, ahora deja hacer y sólo desea con avidez dos cosas: Pan y juegos de circo”. La referencia bien podría aplicarse a la vida actual.

Y es que la queja recurrente de la ausencia del respeto a la ley es paradójica, porque la causa es el comportamiento y las omisiones de quienes nos quejamos. Como sociedad nos indigna que haya políticos corruptos, jóvenes prepotentes, funcionarios bravucones, sacerdotes pederastas, niños que hacen bullying, padres de familia que olvidan a sus hijos y guaruras que abusan, pero casi nunca nos detenemos a pensar cuál es el origen de todas estas actitudes reprochables.

La falsa concepción de libertad de la sociedad actual —la que defendemos democráticamente con la guerra—, nos ha llevado a desechar los valores y principios morales, religiosos, cívicos y jurídicos, porque ya no están de moda, no son modernos ni son compatibles con la era digital. Hoy la gran mayoría de la población —sin saber por qué— se opone a que se use la fuerza de la ley para promover alguna concepción determinada de la virtud o expresar las convicciones morales de un pueblo. Esta posición falaz de la libertad ha provocado una crisis debido a la ausencia de una moral pública objetiva, que oriente el comportamiento de la sociedad y de los individuos bajo parámetros de respeto a los demás. Bajo el discurso de los derechos humanos se asume que nada tiene límites, cuando el objetivo del Derecho es regular conductas.

Lo que las ciencias normativas como la religión, el Derecho, la Ética y la educación cívica promueven, no es una moda ni puede hacerse a un lado bajo el discurso maniqueo de lo viejo y lo moderno. Este vacío moral es producto de la exasperación de la nueva forma de vida que nos intentamos imponer sin siquiera entenderla. Las necesidades de la mayoría de los hombres quedan muy lejos de los intereses de las minorías, a las que aspiramos pertenecer por comodidad, en un paradigma de mercado que se funda en lo aspiracional, donde la libertad es libertinaje que pasa por encima de la ley.

En México nos preocupa y nos irrita la expansión de la narcocultura, donde el referente es la imagen del hombre bravucón, que conduce camionetas blindadas, que está armado, vive de parranda y se dedica al narcotráfico. Sin embargo, todos somos responsables, al menos por omisión, de este fenómeno, pues hemos tolerado convertir en falsos héroes a delincuentes, asesinos y traficantes. Basta con escuchar la música, leer los textos o ver las imágenes, series y películas que promueven la apología del delito en la narcocultura sin que haya acción alguna, pública o privada, que las detenga.

Los hombres hemos dejado atrás nuestra relación directa e inmediata con la realidad —hoy todo es digital, frío e impersonal—. Nuestras percepciones sensoriales ya no cuentan, lo concreto se confunde y se enmaraña en un juego que vuelve desechable hasta la vida misma, pues bajo el falso entendimiento de la autonomía y la libre determinación de la persona, se promueven ideas y acciones que llevan al suicidio de la vida colectiva.

Nuestra cuestionable evolución, y la falsa idea de libertad que tenemos, nos ha llevado primero a buscar lo necesario, después lo útil, en seguida a promover lo cómodo, luego a deleitarnos con el placer para entregarnos a la búsqueda del lujo y lo banal y finalmente a enloquecer con la dilapidación de bienes, porque todo se vuelve desechable, de temporada y con vigencia sujeta a la moda.

Si queremos recuperar el Estado de derecho, requerimos poner freno a la falsa concepción de una libertad que nos está llevando a la autodestrucción. Nunca el hombre había sido tan salvaje consigo mismo, mientras con los avances tecnológicos y científicos que hoy tenemos, podríamos resolver la gran mayoría de los problemas del mundo. Es necesario reconstruir la moral pública objetiva, a través de los valores y principios que orientan la vida cultural de cada pueblo, en las expresiones jurídicas, éticas, cívicas y religiosas, pues son éstas los hilos conductores de los lazos de pertenencia, solidaridad y convivencia de todas las sociedades, desde que el hombre apareció en el Paleolítico hasta nuestros días; desde que la racionalidad dio origen al lenguaje, y éste dio paso a la organización social en la los hombres hemos vivido y seguiremos viviendo, al menos hasta que nosotros mismos nos lo permitamos.

Abogado y profesor en la Facultad de Derecho de la UAQ

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